Julio Cortázar
(Bruselas,
1914 - París, 1984) Escritor argentino, una de la grandes figuras
del «boom» de la literatura hispanoamericana del siglo XX.
Emparentado con Borges como inteligentísimo cultivador del cuento
fantástico, los relatos breves de Cortázar se apartaron sin embargo
de la alegoría metafísica para indagar en las facetas inquietantes
y enigmáticas de lo cotidiano, en una búsqueda de la autenticidad y
del sentido profundo de lo real que halló siempre lejos del
encorsetamiento de las creencias, patrones y rutinas establecidas. Su
afán renovador se manifiesta sobre todo en el estilo y en la
subversión de los géneros que se verifica en muchos de sus libros,
de entre los cuales la novela Rayuela (1963), con sus dos
posibles órdenes de lectura, sobresale como su obra maestra.
Biografía
Hijo
de un funcionario asignado a la embajada argentina en Bélgica, su
nacimiento coincidió con el inicio de la Primera Guerra Mundial, por
lo que sus padres permanecieron más de lo previsto en Europa. En
1918, a los cuatro años de edad, Julio Cortázar se desplazó con
ellos a Argentina, para radicarse en el suburbio bonaerense de
Banfield.
Tras
completar sus estudios primarios, siguió los de magisterio y letras
y durante cinco años fue maestro rural. Pasó más tarde a Buenos
Aires, y en 1951 viajó a París con una beca. Concluida ésta, su
trabajo como traductor de la UNESCO le permitió afincarse
definitivamente en la capital francesa. Por entonces Julio Cortázar
ya había publicado en Buenos Aires el poemario Presencia con
el seudónimo de «Julio Denis», el poema dramático Los reyes
y la primera de sus series de relatos breves, Bestiario, en la
que se advierte la profunda influencia de Jorge Luis Borges.
En
la década de 1960, Julio Cortázar se convirtió en una de las
principales figuras del llamado «boom» de la literatura
hispanoamericana y disfrutó del reconocimiento internacional. Su
nombre se colocó al mismo nivel que el de los grandes protagonistas
del «boom»: Gabriel
García Márquez, Mario
Vargas Llosa, los mexicanos Juan
Rulfo y Carlos
Fuentes o el también argentino Jorge
Luis Borges, entre otros. A diferencia de su compatriota,
Cortázar sumó a su sensibilidad artística su preocupación social:
se identificó con las clases marginadas y estuvo muy cerca de los
movimientos de izquierdas.
En
este sentido, su viaje a Cuba en 1962 constituyó una experiencia
decisiva en su vida y el detonante de un radical cambio de actitud
que influiría profundamente en su vida y en su obra: el intelectual
introvertido que había sido hasta entonces devendrá activista
político. Merced a su concienciación social y política, en 1970 se
desplazó a Chile para asistir a la ceremonia de toma de posesión
como presidente de Salvador Allende y, más tarde, a Nicaragua para
apoyar al movimiento sandinista. Como personaje público, Julio
Cortázar intervino con firmeza en la defensa de los derechos
humanos, y fue uno de los promotores y miembros más activos del
Tribunal Russell.
Como
parte de este compromiso escribió numerosos artículos y libros,
entre ellos Dossier Chile: el libro negro, sobre los excesos
del régimen del general Pinochet, y Nicaragua, tan violentamente
dulce, testimonio de la lucha sandinista contra la dictadura de
Somoza, en el que incluyó el cuento Apocalipsis en Solentiname
y el poema Noticias para viajeros. Tres años antes de morir
adoptó la nacionalidad francesa, aunque sin renunciar a la
argentina. Falleció en París el 12 de febrero de 1984, poco después
de enviudar de su segunda mujer, Carol Dunlop.
La
obra de Julio Cortázar
La
literatura de Cortázar parte de un cuestionamiento vital, cercano a
los planteamientos existencialistas en la medida en que puede
caracterizarse como una búsqueda de la autenticidad, del sentido
profundo de la vida y del mundo. Tal temática se expresó en
ocasiones en obras de marcado carácter experimental, que lo
convierten en uno de los mayores innovadores de la lengua y la
narrativa en lengua castellana.
Como
en Jorge Luis Borges, sus relatos ahondan en lo fantástico, aunque
sin abandonar por ello el referente de la realidad cotidiana: de
hecho, la aparición de lo fantástico en la vida cotidiana muestra
precisamente la abismal complejidad de lo "real". Para
Cortázar, la realidad inmediata significa una vía de acceso a otros
registros de lo real, donde la plenitud de la vida alcanza múltiples
formulaciones. De ahí que su narrativa constituya un permanente
cuestionamiento de la razón y de los esquemas convencionales de
pensamiento.
En
la obra de Cortázar, el instinto, el azar, el goce de los sentidos,
el humor y el juego terminan por identificarse con la escritura, que
es a su vez la formulación del existir en el mundo. Las rupturas de
los órdenes cronológico y espacial sacan al lector de su punto de
vista convencional, proponiéndole diferentes posibilidades de
participación, de modo que el acto de la lectura es llamado a
completar el universo narrativo. Tales propuestas alcanzaron sus más
acabadas expresiones en las novelas, especialmente en Rayuela,
considerada una de las obras fundamentales de la literatura de lengua
castellana, y en sus relatos breves, donde, pese a su originalísimo
estilo y su dominio inigualable del ritmo narrativo, se mantuvo más
cercano a la convenciones del género. Cabe destacar, entre otros
muchos cuentos, Casa tomada o Las babas del diablo,
ambos llevados al cine, y El perseguidor, cuyo protagonista
evoca la figura del saxofonista negro Charlie Parker.
Aunque
su primer libro fueron los poemas de Presencia (1938, firmados
con el seudónimo de «Julio Denis»), seguidos por Los reyes,
una reconstrucción igualmente poética del mito del Minotauro, esta
etapa se considera en general la prehistoria cortazariana, y suelen
darse como inicio de su bibliografía los relatos que integraron
Bestiario (1951), publicados en la misma fecha en la que
inició su exilio. A esta tardía iniciación (se acercaba por
entonces a los cuarenta años) suele atribuirse la perfección de su
obra, que desde esa entrega no contendrá un solo texto que pueda
considerarse menor.
Cabe
señalar, además, una singularidad inaugurada en simultáneo con esa
entrega: las sucesivas recopilaciones de relatos de Cortázar
conservarían esa especie de perfección estructural casi clasicista,
dentro de los cánones del género. El resto de su producción
(novelas extraordinariamente rupturistas y textos misceláneos) se
aleja hasta tal punto de las convenciones genéricas que es
difícilmente clasificable. De hecho, buena parte de la crítica
aprecia más su faceta de cuentista impecable que la de prosista
subversivo.
Los
cuentos
En
el ámbito del cuento, Julio Cortázar es un exquisito cultivador del
género fantástico, con una singular capacidad para fusionar en sus
relatos los mundos de la imaginación y de lo cotidiano, obteniendo
como resultado un producto altamente inquietante. Ilustración de
ello es, en Bestiario (1951), un cuento como "Casa
tomada", en el que una pareja de hermanos percibe cómo,
diariamente, su amplio caserón va siendo ocupado por presencias
extrañas e indefinibles que terminan provocando, primero, su
confinamiento dentro de la propia casa, y, más tarde, su expulsión
definitiva.
Lo
mismo podría decirse a propósito de Las armas secretas
(1959), entre cuyos cuentos destaca "El perseguidor", que
tiene por protagonista a un crítico de jazz que ha escrito un libro
sobre un célebre saxofonista borracho y drogadicto. Cuando se
dispone a preparar la segunda edición del mismo, Jonnhy, el
saxofonista, quiere exponerle sus opiniones acerca de su propia
música y el libro, pero, en realidad, no le cuenta nada; no parece
que tenga nada profundo que decir, como tampoco lo tiene el autor del
libro, por lo que, muerto Jonnhy, la segunda edición únicamente se
diferencia de la primera por el añadido de una necrológica.
En
los cuentos de Final del juego (1964), encontramos algunas de
las descripciones más crueles de Cortázar, como por ejemplo "Las
ménades", una auténtica pesadilla; pero también hay sátiras,
como ocurre en "La banda", en el que su protagonista,
cansado del sistema imperante en su país (clara alusión al
peronismo), se destierra voluntariamente, como Cortázar hizo a París
en 1951. En "Axolotl", tras contemplar diaria y
obsesivamente un ejemplar de estos anfibios en un acuario, el
narrador del cuento se ve convertido en uno más de ellos,
recuperando de tal manera el tema del viejo mito azteca.
De
Todos los fuegos el fuego (1966), compuesto por otros ocho
relatos, hay que destacar "La autopista del Sur", historia
de un amor nacido durante un embotellamiento, cuyos protagonistas,
que no se han dicho sus nombres, son arrastrados por la riada de
vehículos cuando el atasco se deshace y no vuelven ya nunca a
encontrarse. Impresionante es asimismo el cuento que da título a la
colección, en el que se mezclan admirablemente una historia actual
con otra ocurrida cientos de años atrás.
En
los también ocho cuentos de Octaedro (1974), lo fantástico
vuelve a mezclarse con la vida de los hombres, casi siempre en el
momento más inesperado de su existencia. Más cercanas a lo
cotidiano y abiertas a la normalidad son sus tres últimas
colecciones de relatos, Alguien que anda por ahí (1977),
Queremos tanto a Glenda y otros relatos (1980) y Deshoras
(1982), sin que por ello dejen de estar presentes los temas y motivos
que caracterizan su producción.
Rayuela
y la narrativa inclasificable
Pero
es precisamente lejos del relato corto donde reside la huella
revolucionaria e irrepetible que Julio Cortázar dejó en la
literatura en lengua española, desde su novela inicial (Los
premios, 1960) hasta la amorosa despedida textual de Nicaragua,
tan violentamente dulce (1984). El momento álgido de esta
propuesta innovadora que aniquilaba las convenciones genéricas fue
la escritura de Rayuela (1963).
Protagonizada
por un álter ego de Cortázar, Horacio Oliveira, Rayuela
narra el itinerario de un intelectual argentino en París (primera
parte) y luego en Argentina (segunda parte), para agregar, en la
tercera parte y al modo de misceláneas, una serie de anotaciones,
recortes periodísticos, poemas y citas que pueden intercalarse en la
lectura de las dos primeras, según el recorrido que decida el
lector, a partir de los dos que propone el autor.
Las
desavenencias amorosas entre La Maga y Horacio Oliveira, los
conflictos intelectuales de Horacio, una amplia red de referencias
culturales, con el jazz en posición preferente, y la invitación a
la participación del lector como coautor de esa obra abierta,
encontraron en el clima de efervescencia cultural de la década de
1960 su perfecto campo de desarrollo. Rayuela ha quedado así
como uno de los emblemas imprescindibles de la cultura argentina de
ese momento, en el que la novela de Julio Cortázar ocupó un lugar
central y fue objeto de toda clase de asedios y comentarios críticos.
Algunas
de las sucesivas novelas de Cortazar fueron un intento de avanzar en
la dirección de Rayuela: así, la titulada 62. Modelo para
armar (1968) es un excelente comentario en paralelo, extraído de
una propuesta sugerida en el capítulo 62 de su obra maestra. En el
Libro de Manuel (1973), el experimentalismo deja paso a un
intento de explicar la difícil convivencia entre el compromiso
político y la libertad individual.
Por
lo que respecta al género de los "almanaques", esa
combinación específicamente cortazariana de todos los géneros en
ninguno, es imprescindible referirse a títulos como La
vuelta al día en ochenta mundos
(1967) o Último
round
(1969). Tales volúmenes, de difícil clasificación, alternan el
cuento con el ensayo, el poema y el fragmento narrativo o crítico.
En este apartado merecen mención aparte las inefables Historias
de cronopios y de famas
(1962), graciosos y complejos personajes simbólicos con singulares
actitudes frente a la vida, Un
tal Lucas
(1979), irónico retrato de un personaje de extraña coherencia, y el
casi póstumo Los
autonautas de la cosmopista
(1983), irrepetible mezcla de diario de viaje y testamento de amor.
Capítulo 7 de Rayuela
Toco tu boca,
con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi
mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los
ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo,
la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas,
con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y
que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que
sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras,
de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos
miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí,
se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se
encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la
lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene
con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu
pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como
si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de
fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un
breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es
bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento
temblar contra mí como una luna en el agua.
En la voz de Julio Cortazar
La noche boca arriba
Julio Cortázar
Y
salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.
le llamaban la guerra florida.
A
mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se
apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el
portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la
esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo
sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del
centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía
nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba
entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como
sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba
olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la
calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía
nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y
oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo
era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de
hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más
denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada
que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió
los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la
larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó
casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo,
enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como
si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha
agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo
iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero
saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos,
escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando
en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que
pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con
alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja
conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido
opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le
ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y
la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas
tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y
a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película
aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es
la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual
cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al
lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le
pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la
pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar
fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin
acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había
tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo,
las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le
habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió
del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala,
las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener
tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como
un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto.
¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de
fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había
ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el
choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo
o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la
sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad.
No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera
pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque,
el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del
pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo
alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja
partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al
volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le
preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a
ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era
tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral.
Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La
luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como
dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a
reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de
filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil
abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una
oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las
muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de
lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las
piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto,
y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna
plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose
entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo
habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la
espera de su turno.
Oyó
gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito,
acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba
porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo
que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que
llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños
del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir
la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran
de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El
chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso,
retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían
en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el
dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble
puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas
ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los
sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se
reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas.
Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras
como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por
los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores
de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de
paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la
cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a
un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un
reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y
se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería
el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de
repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no,
andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo
brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían
arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la
vida.
Salió
de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la
sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero
sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de
agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra
azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones,
el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados.
Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y
se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora
estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a
amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin
imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la
modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la
mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a
tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el
pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas
fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque
el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra,
y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le
cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente
se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo
el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la
noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la
cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las
rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja,
brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del
sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas
del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo
por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque
estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza
abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura
ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo
de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados,
aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto,
que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los
sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de
una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama
ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas.
En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del
suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la
mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos
cerrados entre las hogueras.
Continuidad de los parques
Julio Cortázar
Había
empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios
urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se
dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los
personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado
y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al
libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de
los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la
puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de
intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el
terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria
retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los
protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba
del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que
lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente
en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al
alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire
del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la
sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes
que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del
último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer,
recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo
de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos,
pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las
ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas
secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y
debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría
por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo
estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el
cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir.
Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A
partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente
atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que
una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
FIN
Circe
Julio Cortázar
And one kiss I had of her mouth, as I took the apple from her hand. But while I bit it, my brain whirled and my foot stumbled; and I felt my crashing fall through the tangled boughs beneath her feet, and saw the dead white faces that welcomed me in the pit.
Dante
Gabriel Rossetti
The Orchard-Pit
Porque
ya no ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los
chismes entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contándole a
tía Bebé la incrédula desazón en el gesto de su padre. Primero
fue la de la casa de altos, su manera vacuna de girar despacio la
cabeza, rumiando las palabras con delicia de bolo vegetal. Y también
la chica de la farmacia -“no porque yo lo crea, pero si fuese
verdad, ¡qué horrible!”- y hasta don Emilio, siempre discreto
como sus lápices y sus libretas de hule. Todos hablaban de Delia
Mañara con un resto de pudor, nada seguros de que pudiera ser así,
pero en Mario se abría paso a puerta limpia un aire de rabia
subiéndole a la cara. Odió de improviso a su familia con un
ineficaz estallido de independencia. No los había querido nunca,
sólo la sangre y el miedo a estar solo lo ataban a su madre y a los
hermanos. Con los vecinos fue directo y brutal; a don Emilio lo puteó
de arriba abajo la primera vez que se repitieron los comentarios. A
la de la casa de altos le negó el saludo como si eso pudiera
afligirla. Y cuando volvía del trabajo entraba ostensiblemente para
saludar a los Mañara y acercarse -a veces con caramelos o un libro-
a la muchacha que había matado a sus dos novios.
Yo
me acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en
sus gestos (yo tenía doce años, el tiempo y las cosas son lentas
entonces) y usaba vestidos claros con faldas de vuelo libre. Mario
creyó un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban el
odio de la gente. Se lo dijo a Madre Celeste: “La odian porque no
es chusma como ustedes, como yo mismo”, y ni parpadeó cuando su
madre hizo ademán de cruzarle la cara con una toalla. Después de
eso fue la ruptura manifiesta; lo dejaban solo, le lavaban la ropa
como por favor, los domingos se iban a Palermo o de picnic sin
siquiera avisarle. Entonces Mario se acercaba a la ventana de Delia y
le tiraba una piedrita. A veces ella salía, a veces la escuchaba
reírse adentro, un poco malvadamente y sin darle esperanzas.
Vino
la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones
brutales, seguidas de una humillada melancolía casi colonial. Los
Mañara se mudaron a cuatro cuadras y eso hace mucho en Almagro, de
manera que otros vecinos empezaron a tratar a Delia, las familias de
Victoria y Castro Barros se olvidaron del caso y Mario siguió
viéndola dos veces por semana cuando volvía del banco. Era ya
verano y Delia quería salir a veces, iban juntos a las confiterías
de Rivadavia o a sentarse en Plaza Once. Mario cumplió diecinueve
años, Delia vio llegar sin fiestas -todavía estaba de negro- los
veintidós.
Los
Mañara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario
hubiera preferido un dolor sólo por dentro. Era penoso presenciar la
sonrisa velada de Delia cuando se ponía el sombrero ante el espejo,
tan rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por Mario y los
Mañara, se dejaba pasear y comprar cosas, volver con la última luz
y recibir los domingos por la tarde. A veces salía sola hasta el
antiguo barrio, donde Héctor la había festejado. Madre Celeste la
vio pasar una tarde y cerró con ostensible desprecio las persianas.
Un gato seguía a Delia, no se sabía si era cariño o dominación,
le andaban cerca sin que ella los mirara. Mario notó una vez que un
perro se apartaba cuando Delia iba a acariciarlo. Ella lo llamó (era
en el Once, de tarde) y el perro vino manso, tal vez contento, hasta
sus dedos. La madre decía que Delia había jugado con arañas cuando
chiquita. Todos se asombraban, hasta Mario que les tenía poco miedo.
Y las mariposas venían a su pelo -Mario vio dos en una sola tarde,
en San Isidro-, pero Delia las ahuyentaba con un gesto liviano.
Héctor le había regalado un conejo blanco, que murió pronto, antes
que Héctor. Pero Héctor se tiró en Puerto Nuevo, un domingo de
madrugada. Fue entonces cuando Mario oyó los primeros chismes. La
muerte de Rolo Médicis no había interesado a nadie desde que medio
mundo se muere de un síncope. Cuando Héctor se suicidó los vecinos
vieron demasiadas coincidencias, en Mario renacía la cara servil de
Madre Celeste contándole a tía Bebé, la incrédula desazón en el
gesto de su padre. Para colmo fractura del cráneo, porque Rolo cayó
de una pieza al salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya estaba
muerto, el golpe brutal contra el escalón fue otro feo detalle.
Delia se había quedado adentro, raro que no se despidieran en la
misma puerta, pero de todos modos estaba cerca de él y fue la
primera en gritar. En cambio Héctor murió solo, en una noche de
helada blanca, a las cinco horas de haber salido de casa de Delia
como todos los sábados.
Yo
me acuerdo mal de Mario, pero dicen que hacía linda pareja con
Delia. Aunque ella estaba todavía con el luto por Héctor (nunca se
puso luto por Rolo, vaya a saber el capricho), aceptaba la compañía
de Mario para pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese entonces
Mario se había sentido fuera de Delia, de su vida, hasta de la casa.
Era siempre una “visita”, y entre nosotros la palabra tiene un
sentido exacto y divisorio. Cuando la tomaba del brazo para cruzar la
calle, o al subir la escalera de la estación Medrano, miraba a veces
su mano apretada contra la seda negra del vestido de Delia. Medía
ese blanco sobre negro, esa distancia. Pero Delia se acercaría
cuando volviera al gris, a los claros sombreros para el domingo de
mañana.
Ahora
que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para
Mario estaba en que anexaban episodios indiferentes para darles un
sentido. Mucha gente muere en Buenos Aires de ataques cardíacos o
asfixia por inmersión. Muchos conejos languidecen y mueren en las
casas, en los patios. Muchos perros rehúyen o aceptan las caricias.
Las pocas líneas que Héctor dejó a su madre, los sollozos que la
de la casa de altos dijo haber oído en el zaguán de los Mañara la
noche en que murió Rolo (pero antes del golpe), el rostro de Delia
los primeros días… La gente pone tanta inteligencia en esas cosas,
y cómo de tantos nudos agregándose nace al final el trozo de tapiz
-Mario vería a veces el tapiz, con asco, con terror, cuando el
insomnio entraba en su piecita para ganarle la noche.
“Perdóname
mi muerte, es imposible que entiendas, pero perdóname, mamá.” Un
papelito arrancado al borde de Crítica, apretado con una piedra al
lado del saco que quedó como un mojón para el primer marinero de la
madrugada. Hasta esa noche había sido tan feliz, claro que lo habían
visto raro las últimas semanas; no raro, mejor distraído, mirando
el aire como si viera cosas. Igual que si tratara de escribir algo en
el aire, descifrar un enigma. Todos los muchachos del café Rubí
estaban de acuerdo. Mientras que Rolo no, le falló el corazón de
golpe, Rolo era un muchacho solo y tranquilo, con plata y un
Chevrolet doble faetón, de manera que pocos lo habían confrontado
en ese tiempo final. En los zaguanes las cosas resuenan tanto, la de
la casa de altos sostuvo días y días que el llanto de Rolo había
sido como un alarido sofocado, un grito entre las manos que quieren
ahogarlo y lo van cortando en pedazos. Y casi enseguida el golpe
atroz de la cabeza contra el escalón, la carrera de Delia clamando,
el revuelo ya inútil.
Sin
darse cuenta, Mario juntaba pedazos de episodios, se descubría
urdiendo explicaciones paralelas al ataque de los vecinos. Nunca
preguntó a Delia, esperaba vagamente algo de ella. A veces pensaba
si Delia sabría exactamente lo que se murmuraba. Hasta los Mañara
eran raros, con su manera de aludir a Rolo y a Héctor sin violencia,
como si estuviesen de viaje. Delia callaba protegida por ese acuerdo
precavido e incondicional. Cuando Mario se agregó, discreto como
ellos, los tres cubrieron a Delia con una sombra fina y constante,
casi transparente los martes o los jueves, más palpable y solícita
de sábado a lunes. Delia recobraba ahora una menuda vivacidad
episódica, un día tocó el piano, otra vez jugó al ludo; era más
dulce con Mario, lo hacía sentarse cerca de la ventana de la sala y
le explicaba proyectos de costura o de bordado. Nunca le decía nada
de los postres o los bombones, a Mario le extrañaba, pero lo
atribuía a delicadeza, a miedo de aburrirlo. Los Mañara alababan
los licores de Delia; una noche quisieron servirle una copita, pero
Delia dijo con brusquedad que eran licores para mujeres y que había
volcado casi todas las botellas. “A Héctor…”, empezó
plañidera su madre, y no dijo más por no apenar a Mario. Después
se dieron cuenta de que a Mario no lo molestaba la evocación de los
novios. No volvieron a hablar de licores hasta que Delia recobró la
animación y quiso probar recetas nuevas. Mario se acordaba de esa
tarde porque acababan de ascenderlo, y lo primero que hizo fue
comprarle bombones a Delia. Los Mañara picoteaban pacientemente la
galena del aparatito con teléfonos, y lo hicieron quedarse un rato
en el comedor para que escuchara cantar a Rosita Quiroga. Luego él
les dijo lo del ascenso, y que le traía bombones a Delia.
-Hiciste
mal en comprar eso, pero andá, lleváselos, está en la sala. -Y lo
miraron salir y se miraron hasta que Mañara se sacó los teléfonos
como si se quitara una corona de laurel, y la señora suspiró
desviando los ojos. De pronto los dos parecían desdichados,
perdidos. Con un gesto turbio Mañara levantó la palanquita de la
galena.
Delia
se quedó mirando la caja y no hizo mucho caso de los bombones, pero
cuando estaba comiendo el segundo, de menta con una crestita de nuez,
le dijo a Mario que sabía hacer bombones. Parecía excusarse por no
haberle confiado antes tantas cosas, empezó a describir con agilidad
la manera de hacer los bombones, el relleno y los baños de chocolate
o moka. Su mejor receta eran unos bombones a la naranja rellenos de
licor, con una aguja perforó uno de los que le traía Mario para
mostrarle cómo se los manipulaba; Mario veía sus dedos demasiado
blancos contra el bombón, mirándola explicar le parecía un
cirujano pausando un delicado tiempo quirúrgico. El bombón como una
menuda laucha entre los dedos de Delia, una cosa diminuta pero viva
que la aguja laceraba. Mario sintió un raro malestar, una dulzura de
abominable repugnancia. “Tire ese bombón”, hubiera querido
decirle. “Tírelo lejos, no vaya a llevárselo a la boca, porque
está vivo, es un ratón vivo.” Después le volvió la alegría del
ascenso, oyó a Delia repetir la receta del licor de té, del licor
de rosa… Hundió los dedos en la caja y comió dos, tres bombones
seguidos. Delia se sonreía como burlándose. Él se imaginaba cosas,
y fue temerosamente feliz. “El tercer novio”, pensó raramente.
“Decirle así: su tercer novio, pero vivo.”
Ahora
ya es más difícil hablar de esto, está mezclado con otras
historias que uno agrega a base de olvidos menores, de falsedades
mínimas que tejen y tejen por detrás de los recuerdos; parece que
él iba más seguido a lo de Mañara, la vuelta a la vida de Delia lo
ceñía a sus gustos y a sus caprichos, hasta los Mañara le pidieron
con algún recelo que alentara a Delia, y él compraba las sustancias
para los licores, los filtros y embudos que ella recibía con una
grave satisfacción en la que Mario sospechaba un poco de amor, por
lo menos algún olvido de los muertos.
Los
domingos se quedaba de sobremesa con los suyos, y Madre Celeste se lo
agradecía sin sonreír, pero dándole lo mejor del postre y el café
muy caliente. Por fin habían cesado los chismes, al menos no se
hablaba de Delia en su presencia. Quién sabe si los bofetones al más
chico de los Camiletti o el agrio encresparse frente a Madre Celeste
entraban en eso; Mario llegó a creer que habían recapacitado, que
absolvían a Delia y hasta la consideraban de nuevo. Nunca habló de
su casa en lo de Mañara, ni mencionó a su amiga en las sobremesas
del domingo. Empezaba a creer posible esa doble vida a cuatro cuadras
una de otra; la esquina de Rivadavia y Castro Barros era el puente
necesario y eficaz. Hasta tuvo esperanza de que el futuro acercara
las casas, las gentes, sordo al paso incomprensible que sentía -a
veces, a solas- como íntimamente ajeno y oscuro.
Otras
gentes no iban a ver a los Mañara. Asombraba un poco esa ausencia de
parientes o de amigos. Mario no tenía necesidad de inventarse un
toque especial de timbre, todos sabían que era él. En diciembre,
con un calor húmedo y dulce, Delia logró el licor de naranja
concentrado, lo bebieron felices un atardecer de tormenta. Los Mañara
no quisieron probarlo, seguros de que les haría mal. Delia no se
ofendió, pero estaba como transfigurada mientras Mario sorbía
apreciativo el dedalito violáceo lleno de luz naranja, de olor
quemante. “Me va a hacer morir de calor, pero está delicioso”,
dijo una o dos veces. Delia, que hablaba poco cuando estaba contenta,
observó: “Lo hice para vos”. Los Mañara la miraban como
queriendo leerle la receta, la alquimia minuciosa de quince días de
trabajo.
A
Rolo le habían gustado los licores de Delia, Mario lo supo por unas
palabras de Mañara dichas al pasar cuando Delia no estaba: “Ella
le hizo muchas bebidas. Pero Rolo tenía miedo por el corazón. El
alcohol es malo para el corazón.” Tener un novio tan delicado,
Mario comprendía ahora la liberación que asomaba en los gestos, en
la manera de tocar el piano de Delia. Estuvo por preguntarle a los
Mañara qué le gustaba a Héctor, si también Delia le hacía
licores o postres a Héctor. Pensó en los bombones que Delia volvía
a ensayar y que se alineaban para secarse en una repisa de la
antecocina. Algo le decía a Mario que Delia iba a conseguir cosas
maravillosas con los bombones. Después de pedir muchas veces, obtuvo
que ella le hiciera probar uno. Ya se iba cuando Delia le trajo una
muestra blanca y liviana en un platito de alpaca. Mientras lo
saboreaba -algo apenas amargo, con un asomo de menta y nuez moscada
mezclándose raramente-, Delia tenía los ojos bajos y el aire
modesto. Se negó a aceptar los elogios, no era más que un ensayo y
aún estaba lejos de lo que se proponía. Pero a la visita siguiente
-también de noche, ya en la sombra de la despedida junto al piano-
le permitió probar otro ensayo. Había que cerrar los ojos para
adivinar el sabor, y Mario obediente cerró los ojos y adivinó un
sabor a mandarina, levísimo, viniendo desde lo más hondo del
chocolate. Sus dientes desmenuzaban trocitos crocantes, no alcanzó a
sentir su sabor y era sólo la sensación agradable de encontrar un
apoyo entre esa pulpa dulce y esquiva.
Delia
estaba contenta del resultado, dijo a Mario que su descripción del
sabor se acercaba a lo que había esperado. Todavía faltaban
ensayos, había cosas sutiles por equilibrar. Los Mañara le dijeron
a Mario que Delia no había vuelto a sentarse al piano, que se pasaba
las horas preparando los licores, los bombones. No lo decían con
reproche, pero tampoco estaban contentos; Mario adivinó que los
gastos de Delia los afligían. Entonces pidió a Delia en secreto una
lista de las esencias y sustancias necesarias. Ella hizo algo que
nunca antes, le pasó los brazos por el cuello y lo besó en la
mejilla. Su boca olía despacito a menta. Mario cerró los ojos
llevado por la necesidad de sentir el perfume y el sabor desde debajo
de los párpados. Y el beso volvió, más duro y quejándose.
No
supo si le había devuelto el beso, tal vez se quedó quieto y
pasivo, catador de Delia en la penumbra de la sala. Ella tocó el
piano, como casi nunca ahora, y le pidió que volviera al otro día.
Nunca habían hablado con esa voz, nunca se habían callado así. Los
Mañara sospecharon algo, porque vinieron agitando los periódicos y
con noticias de un aviador perdido en el Atlántico. Eran días en
que muchos aviadores se quedaban a mitad del Atlántico. Alguien
encendió la luz y Delia se apartó enojada del piano, a Mario le
pareció un instante que su gesto ante la luz tenía algo de la fuga
enceguecida del ciempiés, una loca carrera por las paredes. Abría y
cerraba las manos, en el vano de la puerta, y después volvió como
avergonzada, mirando de reojo a los Mañara; los miraba de reojo y se
sonreía.
Sin
sorpresa, casi como una confirmación, midió Mario esa noche la
fragilidad de la paz de Delia, el peso persistente de la doble
muerte. Rolo, vaya y pase; Héctor era ya el desborde, el trizado que
desnuda un espejo. De Delia quedaban las manías delicadas, la
manipulación de esencias y animales, su contacto con cosas simples y
oscuras, la cercanía de las mariposas y los gatos, el aura de su
respiración a medias en la muerte. Se prometió una caridad sin
límites, una cura de años en habitaciones claras y parques alejados
del recuerdo; tal vez sin casarse con Delia, simplemente prolongando
este amor tranquilo hasta que ella no viese más una tercera muerte
andando a su lado, otro novio, el que sigue para morir.
Creyó
que los Mañara iban a alegrarse cuando él empezara a traerle los
extractos a Delia; en cambio se enfurruñaron y se replegaron hoscos,
sin comentarios, aunque terminaban transando y yéndose, sobre todo
cuando venía la hora de las pruebas, siempre en la sala y casi de
noche, y había que cerrar los ojos y definir -con cuántas
vacilaciones a veces por la sutilidad de la materia- el sabor de un
trocito de pulpa nueva, pequeño milagro en el plato de alpaca.
A
cambio de esas atenciones, Mario obtenía de Delia una promesa de ir
juntos al cine o pasear por Palermo. En los Mañara advertía
gratitud y complicidad cada vez que venía a buscarla el sábado de
tarde o la mañana del domingo. Como si prefiriesen quedarse solos en
la casa para oír radio o jugar a las cartas. Pero también sospechó
una repugnancia de Delia a irse de la casa cuando quedaban los
viejos. Aunque no estaba triste junto a Mario, las pocas veces que
salieron con los Mañara se alegró más, entonces se divertía de
veras en la Exposición Rural, quería pastillas y aceptaba juguetes
que a la vuelta miraba con fijeza, estudiándolos hasta cansarse. El
aire puro le hacía bien, Mario le vio una tez más clara y un andar
decidido. Lástima esa vuelta vespertina al laboratorio, el
ensimismamiento interminable con la balanza o las tenacillas. Ahora
los bombones la absorbían al punto de dejar los licores; ahora pocas
veces daba a probar sus hallazgos. A los Mañara nunca; Mario
sospechaba sin razones que los Mañara hubieran rehusado probar
sabores nuevos; preferían los caramelos comunes y si Delia dejaba
una caja sobre la mesa, sin invitarlos pero como invitándolos, ellos
escogían las formas simples, las de antes, y hasta cortaban los
bombones para examinar el relleno. A Mario lo divertía el sordo
descontento de Delia junto al piano, su aire falsamente distraído.
Guardaba para él las novedades, a último momento venía de la
cocina con el platito de alpaca; una vez se hizo tarde tocando el
piano y Delia dejó que la acompañara hasta la cocina para buscar
unos bombones nuevos. Cuando encendió la luz, Mario vio el gato
dormido en su rincón y las cucarachas que huían por las baldosas.
Se acordó de la cocina de su casa, Madre Celeste desparramando polvo
amarillo en los zócalos. Aquella noche los bombones tenían gusto a
moka y un dejo raramente salado (en lo más lejano del sabor), como
si al final del gusto se escondiera una lágrima; era idiota pensar
en eso, en el resto de las lágrimas caídas la noche de Rolo en el
zaguán.
-El
pez de color está tan triste -dijo Delia, mostrándole el bocal con
piedritas y falsas vegetaciones. Un pececillo rosa translúcido
dormitaba con un acompasado movimiento de la boca. Su ojo frío
miraba a Mario como una perla viva. Mario pensó en el ojo salado
como una lágrima que resbalaría entre los dientes al mascarlo.
-Hay
que renovarle más seguido el agua -propuso.
-Es
inútil, está viejo y enfermo. Mañana se va a morir.
A
él le sonó el anuncio como un retorno a lo peor, a la Delia
atormentada del luto y los primeros tiempos. Todavía tan cerca de
aquello, del peldaño y el muelle, con fotos de Héctor apareciendo
de golpe entre los pares de medias o las enaguas de verano. Y una
flor seca -del velorio de Rolo- sujeta sobre una estampa en la hoja
del ropero.
Antes
de irse le pidió que se casara con él en el otoño. Delia no dijo
nada, se puso a mirar el suelo como si buscara una hormiga en la
sala. Nunca habían hablado de eso. Delia parecía querer habituarse
y pensar antes de contestarle. Después lo miró brillantemente,
irguiéndose de golpe. Estaba hermosa, le temblaba un poco la boca.
Hizo un gesto como para abrir una puertecita en el aire, un ademán
casi mágico.
-Entonces
sos mi novio -dijo-. Qué distinto me parecés, qué cambiado.
Madre
Celeste oyó sin hablar la noticia, puso a un lado la plancha y en
todo el día no se movió de su cuarto, adonde entraban de a uno los
hermanos para salir con caras largas y vasitos de Hesperidina. Mario
se fue a ver fútbol y por la noche llevó rosas a Delia. Los Mañara
lo esperaban en la sala, lo abrazaron y le dijeron cosas, hubo que
destapar una botella de oporto y comer masas. Ahora el tratamiento
era íntimo y a la vez más lejano. Perdían la simplicidad de amigos
para mirarse con los ojos del pariente, del que lo sabe todo desde la
primera infancia. Mario besó a Delia, besó a mamá Mañara y al
abrazar fuerte a su futuro suegro hubiera querido decirle que
confiaran en él, nuevo soporte del hogar, pero no le venían las
palabras. Se notaba que también los Mañara hubieran querido decirle
algo y no se animaban. Agitando los periódicos volvieron a su cuarto
y Mario se quedó con Delia y el piano, con Delia y la llamada de
amor indio.
Una
o dos veces, durante esas semanas de noviazgo, estuvo a un paso de
citar a papá Mañara fuera de la casa para hablarle de los anónimos.
Después lo creyó inútilmente cruel porque nada podía hacerse
contra esos miserables que lo hostigaban. El peor vino un sábado a
mediodía en un sobre azul, Mario se quedó mirando la fotografía de
Héctor en Última Hora y los párrafos subrayados con tinta
azul. “Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo al suicidio,
según declaraciones de los familiares”. Pensó raramente que los
familiares de Héctor no habían aparecido más por lo de Mañara.
Quizá fueron alguna vez en los primeros días. Se acordaba ahora del
pez de color, los Mañara habían dicho que era regalo de la madre de
Héctor. Pez de color muerto el día anunciado por Delia. Sólo una
honda desesperación pudo arrastrarlo. Quemó el sobre, el recorte,
hizo un recuento de sospechosos y se propuso franquearse con Delia,
salvarla en sí mismo de los hilos de baba, del rezumar intolerable
de esos rumores. A los cinco días (no había hablado con Delia ni
con los Mañara), vino el segundo. En la cartulina celeste había
primero una estrellita (no se sabía por qué) y después: “Yo que
usted tendría cuidado con el escalón de la cancel”. Del sobre
salió un perfume vago a jabón de almendra. Mario pensó si la de la
casa de altos usaría jabón de almendra, hasta tuvo el torpe valor
de revisar la cómoda de Madre Celeste y de su hermana. También
quemó este anónimo, tampoco le dijo nada a Delia. Era en diciembre,
con el calor de esos diciembres del veintitantos, ahora iba después
de cenar a lo de Delia y hablaban paseándose por el jardincito de
atrás o dando vuelta a la manzana. Con el calor comían menos
bombones, no que Delia renunciara a sus ensayos, pero traía pocas
muestras a la sala, prefería guardarlos en cajas antiguas,
protegidos en moldecitos, con un fino césped de papel verde claro
por encima. Mario la notó inquieta, como alerta. A veces miraba
hacia atrás en las esquinas, y la noche que hizo un gesto de rechazo
al llegar al buzón de Medrano y Rivadavia, Mario comprendió que
también a ella la estaban torturando desde lejos; que compartían
sin decirlo un mismo hostigamiento.
Se
encontró con papá Mañara en el Munich de Cangallo y Pueyrredón,
lo colmó de cerveza y papas fritas sin arrancarlo de una vigilante
modorra, como si desconfiara de la cita. Mario le dijo riendo que no
iba a pedirle plata, sin rodeos le habló de los anónimos, la
nerviosidad de Delia, el buzón de Medrano y Rivadavia.
-Ya
sé que apenas nos casemos se acabarán estas infamias. Pero necesito
que ustedes me ayuden, que la protejan. Una cosa así puede hacerle
daño. Es tan delicada, tan sensible.
-Vos
querés decir que se puede volver loca, ¿no es cierto?
-Bueno,
no es eso. Pero si recibe anónimos como yo y se los calla, y eso se
va juntando…
-Vos
no la conocés a Delia. Los anónimos se los pasa… quiero decir que
no le hacen mella. Es más dura de lo que te pensás.
-Pero
mire que está como sobresaltada, que algo la trabaja -atinó a decir
indefenso Mario.
-No
es por eso, sabés. -Bebía su cerveza como para que le tapara la
voz. -Antes fue igual, yo la conozco bien.
-¿Antes
de qué?
-Antes
de que se le murieran, zonzo. Pagá que estoy apurado.
Quiso
protestar, pero papá Mañara estaba ya andando hacia la puerta. Le
hizo un gesto vago de despedida y se fue para el Once con la cabeza
gacha. Mario no se animó a seguirlo, ni siquiera pensar mucho lo que
acababa de oír. Ahora estaba otra vez solo como al principio, frente
a Madre Celeste, la de la casa de altos y los Mañara. Hasta los
Mañara.
Delia
sospechaba algo porque lo recibió distinta, casi parlanchina y
sonsacadora. Tal vez los Mañara habían hablado del encuentro en el
Munich. Mario esperó que tocara el tema para ayudarla a salir de ese
silencio, pero ella prefería Rose Marie y un poco de
Schumann, los tangos de Pacho con un compás cortado y entrador,
hasta que los Mañara llegaron con galletitas y málaga y encendieron
todas las luces. Se habló de Pola Negri, de un crimen en Liniers,
del eclipse parcial y la descompostura del gato. Delia creía que el
gato estaba empachado de pelos y apoyaba un tratamiento de aceite de
castor. Los Mañara le daban la razón sin opinar, pero no parecían
convencidos. Se acordaron de un veterinario amigo, de unas hojas
amargas. Optaban por dejarlo solo en el jardincito, que él mismo
eligiera los pastos curativos. Pero Delia dijo que el gato se
moriría; tal vez el aceite le prolongara la vida un poco más.
Oyeron a un diariero en la esquina y los Mañara corrieron juntos a
comprar Última Hora. A una muda consulta de Delia fue Mario a
apagar las luces de la sala. Quedó la lámpara en la mesa del
rincón, manchando de amarillo viejo la carpeta de bordados
futuristas. En torno del piano había una luz velada.
Mario
preguntó por la ropa de Delia, si trabajaba en su ajuar, si marzo
era mejor que mayo para el casamiento. Esperaba un instante de valor
para mencionar los anónimos, un resto de miedo a equivocarse lo
detenía cada vez. Delia estaba junto a él en el sofá verde oscuro,
su ropa celeste la recortaba débilmente en la penumbra. Una vez que
quiso besarla, la sintió contraerse poco a poco.
-Mamá
va a volver a despedirse. Esperá que se vayan a la cama…
Afuera
se oía a los Mañara, el crujir del diario, su diálogo continuo. No
tenían sueño esa noche, las once y media y seguían charlando.
Delia volvió al piano, como obstinándose tocaba largos valses
criollos con da capo al fine una vez y otra, escalas y adornos un
poco cursis, pero que a Mario le encantaban, y siguió en el piano
hasta que los Mañara vinieron a decirles buenas noches, y que no se
quedaran mucho rato, ahora que él era de la familia tenía que velar
más que nunca por Delia y cuidar que no trasnochara. Cuando se
fueron, como a disgusto, pero rendidos de sueño, el calor entraba a
bocanadas por la puerta del zaguán y la ventana de la sala. Mario
quiso un vaso de agua fresca y fue a la cocina, aunque Delia quería
servírselo y se molestó un poco. Cuando estuvo de vuelta vio a
Delia en la ventana, mirando la calle vacía por donde antes en
noches iguales se iban Rolo y Héctor. Algo de luna se acostaba ya en
el piso cerca de Delia, en el plato de alpaca que Delia guardaba en
la mano como otra pequeña luna. No había querido pedirle a Mario
que probara delante de los Mañara, él tenía que comprender cómo
la cansaban los reproches de los Mañara, siempre encontraban que era
abusar de la bondad de Mario pedirle que probara los nuevos bombones
-claro que si no tenía ganas, pero nadie le merecía más confianza,
los Mañara eran incapaces de apreciar un sabor distinto. Le ofrecía
el bombón como suplicando, pero Mario comprendió el deseo que
poblaba su voz, ahora lo abarcaba con una claridad que no venía de
la luna, ni siquiera de Delia. Puso el vaso de agua sobre el piano
(no había bebido en la cocina) y sostuvo con dos dedos el bombón,
con Delia a su lado esperando el veredicto, anhelosa la respiración,
como si todo dependiera de eso, sin hablar pero urgiéndolo con el
gesto, los ojos crecidos -o era la sombra de la sala-, oscilando
apenas el cuerpo al jadear, porque ahora era casi un jadeo cuando
Mario acercó el bombón a la boca, iba a morder, bajaba la mano y
Delia gemía como si en medio de un placer infinito se sintiera de
pronto frustrada. Con la mano libre apretó apenas los flancos del
bombón, pero no lo miraba, tenía los ojos en Delia y la cara de
yeso, un pierrot repugnante en la penumbra. Los dedos se separaban,
dividiendo el bombón. La luna cayó de plano en la masa blanquecina
de la cucaracha, el cuerpo desnudo de su revestimiento coriáceo, y
alrededor, mezclados con la menta y el mazapán, los trocitos de
patas y alas, el polvillo del caparacho triturado.
Cuando
le tiró los pedazos a la cara, Delia se tapó los ojos y empezó a
sollozar, jadeando en un hipo que la ahogaba, cada vez más agudo el
llanto, como la noche de Rolo; entonces los dedos de Mario se
cerraron en su garganta como para protegerla de ese horror que le
subía del pecho, un borborigmo de lloro y quejido, con risas
quebradas por retorcimientos, pero él quería solamente que se
callara y apretaba para que solamente se callara; la de la casa de
altos estaría ya escuchando con miedo y delicia, de modo que había
que callarla a toda costa. A su espalda, desde la cocina donde había
encontrado al gato con las astillas clavadas en los ojos, todavía
arrastrándose para morir dentro de la casa, oía la respiración de
los Mañara levantados, escondiéndose en el comedor para espiarlos,
estaba seguro de que los Mañara habían oído y estaban ahí contra
la puerta, en la sombra del comedor, oyendo cómo él hacía callar a
Delia. Aflojó el apretón y la dejó resbalar hasta el sofá,
convulsa y negra, pero viva. Oía jadear a los Mañara, le dieron
lástima por tantas cosas, por Delia misma, por dejársela otra vez y
viva. Igual que Héctor y Rolo, se iba y se las dejaba. Tuvo mucha
lástima de los Mañara, que habían estado ahí agazapados y
esperando que él -por fin alguno- hiciera callar a Delia que
lloraba, hiciera cesar por fin el llanto de Delia.
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