Nace en Caracas el 2 de abril de 1944, muere el 1 de abril de 2019. Vive con sus padres en La Florida. Viaja a Nueva York cuando tenía 4 años y permanece allá aproximadamente un año. Luego regresa a Venezuela. A los siete años llega a Santiago de Chile con sus padres. En esa ciudad transcurre su infancia y parte de su adolescencia. Estudia en el Kent´s School y comienza su pasión por el fútbol. Massiani recuerda esta época con mucha nostalgia, con mucho cariño, sobre todo a sus amigos del Kent´s School, el fútbol y a sus padres, quienes eran muy felices en esa ciudad.
Francisco Massiani es un novelista, cuentista y dibujante venezolano. De lenguaje claro, transparente, gestual, de alguna forma testimonia la desolación de los jóvenes de su generación.
Obtuvo el Premio Municipal de Prosa en 1998. En el 2005 resulta ganador del V Concurso anual de la Fundación para La Cultura Urbana, con su libro de relatos Florencioy los pajaritos de Angelina, su mujer. En el 2006 publica su primer libro de poesía.
Cortometraje inspirado en "Un regalo para Julia" de Francisco Massiani
Para leer el cuento Visita: http://www.biblioteca.org.ar/libros/89261.pdf
Este lunes 1 de abril se conoció a través de las redes sociales de la
muerte, acaecida en Caracas, del escritor venezolano Francisco
Massiani, Premio Nacional de Literatura 2010-2012 y autor de Piedra de mar —una de las obras más importantes de la narrativa del siglo XX en Venezuela—, quien el martes 2 habría cumplido 75 años.
El 23 de noviembre de 1968 apareció Piedra de mar, en edición de Monte Ávila Editores que se convirtió de inmediato en best-seller.
Nacido
en 1944 en la capital venezolana e hijo del también escritor Felipe
Massiani, quien llegara a dirigir la Biblioteca Nacional y fuera autor
de títulos como Dinamarca solamente una pensión o la antología Geografía espiritual,
Francisco “Pancho” Massiani vivió parte de su niñez en Estados Unidos y
Santiago de Chile y residió más tarde un tiempo en París. También
inició la carrera de Arquitectura en la Universidad Central de
Venezuela.
Para
finales de los años 60 Massiani era un autor poco conocido que había
publicado apenas dos cuentos, los cuales más adelante formarían parte
del libro Las primeras hojas de la noche (1970). El 23 de noviembre de 1968 apareció su primera novela, Piedra de mar, en una edición de Monte Ávila Editores que se convirtió de inmediato en un indudable best-seller.
En
la novela, un muchacho venezolano de clase media y aprendiz de
escritor, Corcho, “nos va contando las peripecias por las que tiene que
pasar en el lapso de unas horas durante un periodo de vacaciones
estudiantiles”, según cuenta Manuel Cabesa en esta reseña publicada en la edición especial por los dieciséis años de Letralia en 2012.
La adolescencia, el amor y el fracaso serán los grandes temas de Massiani a lo largo de su producción narrativa.
“Al
escribir su novela, que es casualmente la que estamos leyendo, Corcho
nos confiesa su hastío ante una situación de vacío existencial que se le
impone sin él desearlo”, continúa Cabesa. “Corcho es víctima de las
circunstancias que lo rodean, pero a diferencia de sus amigos está
consciente de esa abulia, lo que lo coloca en la posición de ser testigo
del malestar que lo absorbe y, por supuesto, su fiel relator”.
Massiani —quien también fue pintor y dibujante— publicaría en 1975 su segundo libro de cuentos, El llanero solitario tiene la cabeza pelada como un cepillo de dientes, y en 1976 su segunda novela, Los tres mandamientos de Misterdoc Fonegal,
que sin haber alcanzado el éxito de la primera se considera hoy en día
una obra de culto. A mediados de los 60 había escrito también las
novelas breves Renate o la vida siempre como en un comienzo y Fiesta de campo, que fueron publicadas en 2008.
La
adolescencia, el amor y el fracaso serán los grandes temas de Massiani a
lo largo de su producción narrativa, convirtiendo en clásicos algunos
de sus relatos como “Un regalo para Julia” o el que le da título a su
segundo libro de cuentos, aunque también abordará entornos fantásticos y
oníricos en algunos relatos singulares como “La vez que lunes fue
domingo” o “El boquete en el muro”.
En 2015 fue estrenado el documental-homenaje Francisco Massiani: breve y arbitraria historia de mi vida, dirigido por Manuel Guzmán Kizer.
Massiani
contrajo nupcias con Norma Olivares, con quien tuvo una hija, Alejandra
Massiani Olivares. Al tiempo conoció en la librería Suma, en Sabana
Grande (Caracas), a Belén Huizi, con quien vivió en Macuto (Vargas)
hasta que ella murió de cáncer, pocos meses antes de la muerte de los
padres del escritor.
El autor publicó también los libros de cuentos Con agua en la piel (1998) y Florencio y los pajaritos de Angelina, su mujer (2006), y los poemarios Antología (2006), Señor de la ternura (2007) y Corsarios (2011), además de una recopilación narrativa publicada en 1990 y que reúne, bajo el título Relatos, los cuentos de sus dos primeros libros.
Massiani
obtuvo en 1998 el Premio Municipal de Narrativa y, en 2005, el primer
premio del V Concurso Anual de la Fundación para la Cultura Urbana con Florencio y los pajaritos de Angelina, su mujer. En 2015 fue estrenado el documental-homenaje Francisco Massiani: breve y arbitraria historia de mi vida, dirigido por Manuel Guzmán Kizer.
Como un homenaje a este insigne escritor a continuación uno de sus cuentos más populares
Un regalo para Julia
Francisco Massiani
Palabra que no era fácil. Casi todo el mundo regala
discos y los pocos discos de moda son tres, cuatro. Julia iba a
terminar con la casa llena de discos repetidos. Además tenía sólo
veinte bolívares y así no se pueden comprar sino discos o
chocolates o alguna inmundicia parecida. Yo nunca le regalaría un
talco a Julia. Menos, un muñeco. Tiene una colección de muñecos
desbaratados en el cuarto y lo de chocolates, menos, porque sé que
Carlos se los comería todos. Carlos, tan perfectamente imbécil como
siempre. Lo imagino clarito: oye Julia, dame un poquito.
Uno
dice: le regalo un libro. Uno dice: le regalo cualquier cosa. Pero
uno no podía regalarle cualquier cosa. ¿Con qué cara? Ayer,
anteayer estaba con la cochinada de Carlos, que por cierto: fuaaa,
fuaaa, y lo peor es que no tose y a mí en cambio se me salen las
tripas. Fuaaa, botaba el humo, y fuaaa estiraba su pata y mataba una
hormiga. Se comía un moco. Se estripaba un barro en la nariz, fuaaa,
se rascaba la oreja, y después escupía el humo por los ojos, por la
nariz, por la boca, por todos lados. Porque lo hace. Juro que sabe
fumar. Es verdad. Fuma mejor que nadie. Y entonces te mira y dice: si
llego a ser novio de Julia. Pero lo juré. Dije: por Dios santo que
no se lo digo, y eso, ¿no?, así que nada, nada. No puedo decirlo.
Pero en todo caso cuento que Carlos me dijo que si Julia llegaba a
ser su novia, la metía en la bañera, la llenaba de jabón y le
hacía esa porquería que juré que no se lo decía a nadie. Lo peor
es que yo vengo y salgo y voy a casa de Julia, porque algo tenía que
hacer, ¿no?, y llega Julia y me dice así mismito:
-¿Qué
vienes a hacer aquí?
Quedé
tieso. Después me dice:
-Pasa.
Y
pasé. Y después de que pasé me senté y ella puso un disco.
Siempre que alguien llega a su casa pone un disco. Después te
saluda, te mira, da tres pasos de última moda y después se echa en
el sillón, tipo bandida de cine mexicano. Cine mexicano, cine
mexicano... ajá:
-Oye
-le digo-. Oye Julia, ¿qué tal te cae Carlos?
-¿Carlos?
-Sí,
Carlos.
-¿Por
qué? -cogió una revista de mujeres y modas y eso. Yo me puse a
darle tambor a la mesa. Creo que pasamos como un minuto así. Me
dijo:
-¿Quieres
Cocacola?
Yo no
le respondí. Seguí tocando tambor en la mesa. No le respondí
porque me molestó que se olvidara que le había hablado de Carlos,
que se hiciera la loca con la pregunta que muy bien sabía que yo se
la hacía por un montón de cosas que ella sabía muy bien que yo
sabía. O sea eso. O sea nada, supongo que se entiende, ¿no? Bueno.
Me vuelve a preguntar:
-¿Quieres
Cocacola?
Y yo:
-Te
pregunté por Carlos.
-No
me acuerdo -dijo.
-Yo
sí -le dije-. Y muy bien.
-Bueno.
¿Qué cosa? -dijo.
-Eso
que tú sabes -te dije.
-Yo
no sé nada, Juan -me dijo. Y cuando la miré estaba viendo la
revista.
-Bueno, Julia. -Yo
tenía que hacer algo. Sabía que tenla que hacer algo-. Oye:
imagínate que Carlos te regala el disco que estamos oyendo.
-¿Qué
cosa?
-El
disco.
-¿Qué
disco?
-Nada
-le dije.
Nunca
lo entienden a uno. Yo seguí tocando el tambor y ella se levantó
del sofá, dio un brinquito, se pasó la mano por el pelo y me
preguntó:
-¿Qué
dijiste de Carlos?
Nunca.
Nunca entiende. Yo le dije que nada, que se sentara, y ella me sonrió
y se sentó. Cuando se sentó, me sonrió. Cuando eso pasa, cuando me
sonríe, entonces yo aprovecho para verle la boquita, esos dos
gajitos de naranja, porque es así: tiene dos gajitos de naranja, y
sé por ejemplo que el labio de arriba, cuando se separa del de
abajo, parece que le diera miedo dejarlo solo, y entonces tiembla un
poquito, no mucho, un poquito solamente y entonces se le acerca y lo
acompaña un poco y entonces entre los dos gajitos sale como un
juguito que le mancha un poco las arruguitas de los labios y entonces
yo siento un marco y algo como un chicle entre las muelas y ella se
me queda mirando y me dice:
-¿Qué
te pasa?
Y
despierto. Sé que nunca sería capaz de agarrarle la mano, nunca.
Pero sabía, estaba convencido, como nunca, que tenía que hacer
algo. Así que seguí tocando tambor a ver si me venía algo a la
cabeza. Nada. Seguía tocando tambor. Nada. Seguía tocando y tambor
y tambor y ella y tambor y nada. De repente ella me dice:
-Tengo
un vestido para mañana que es una maravilla.
Yo
digo:
-Qué bueno.
Y
ella dice:
-Es
algo que te deja desmayado.
Y yo
sigo:
-Qué
bueno.
Y
ella:
-Lo
ves y te mueres. Es de locura.
Y yo
seguía con el tambor. Eso lo cuento para que vean.
Bueno.
En eso pasó la hermana, después una de las sirvientas de las diez
sirvientas que tienen en su casa y después, un rato después, vengo
y le digo:
-Julia
-ni sabía lo que iba a decir-, dime una cosa: si yo te regalara ese
disco y Carlos el otro, ¿cuál pondrías más en el día?
Se me
quedó mirando con mirada matemática de raíz cuadrada, y me dijo:
-Éste.
El que estamos oyendo.
Yo
entonces estiré las piernas, la miré, le eché una sonrisita y
seguí tocando tambor, pero palabra que me costaba tocar tambor,
porque lo que provocaba era salir gritando y llamar al cochinada de
Carlos y decirle: mira Carlos, pendejo, nunca vas a hacerle esa
cochinada porque Julia y yo, ¿no?, pero justo cuando se estaba
acabando el disco me dijo:
-¿Qué
fue lo que me preguntaste?
Palabra
que no es mentira. Se lo repetí y ella me sonrió. Y me dijo:
-Qué
salvaje eres.
Nunca
la he entendido. Me imaginé que debía sonreírme y me sonreí.
Después me dijo:
-Lo
pondría todos los días si me gustaba.
-¿Qué
cosa? -Yo comenzaba a olvidar todo el plan, todo lo que tenía en la
cabeza se me reventó, ya nada, juro que yo no entendía a nadie, que
estaba loco, tan loco que dije:
-Julia.
Quiero que mañana vayas a la fuente de soda de la esquina porque
quiero darte un regalo especial.
Ella
preguntando cosas hasta que por fin aceptó y a las tres y media era
la cosa. O sea que a las tres y media nos íbamos a encontrar en la
fuente de soda. Así fue que salió lo del regalo. Por eso lo conté.
Total
que hoy vengo y cogí lo que me dio mamá y salí a la calle. Me metí
en todos lados. Vi todas las vitrinas. Entré en todas las tiendas y
ni sabía qué podía regalarle. Pero no soy tan imbécil: si le dije
que el regalo era especial por nada del mundo le doy cualquier cosa.
Eso era lo que pensaba cuando estaba mirando el conejo. Porque en una
de ésas vi un conejo. Ustedes lo han visto. Está por ahí, en una
de esas tiendas de Sabana Grande, y es un conejo blanco. Es un conejo
más grande que un caballo y mueve las orejas y tiene los ojos rojos.
Por cierto que me acordé del profesor Jaime, porque el profesor
Jaime tenía siempre los ojos rojos. Por cierto que el profesor Jaime
era un gran tipo, y cada vez que me acuerdo de él tengo una vaina
con Carlos. Porque sé que Carlos es el cochinada típico que le pone
tachuelas a profesores como el señor Jaime. Cuando estaba mirando el
conejo, me juré que si alguna vez Carlos tocaba el oso de mi
hermanita, que también tiene los ojos rojos, lo agarraba por las
patas, lo batía contra el árbol y lo volvía una cochinada. Porque
es lo que merece. Juro que si alguna vez Carlos se burla del oso, lo
machaco, lo aplasto, le martillo los dedos y lo reviento. Eso es lo
que merece. Total que estaba viendo el conejo y ¡ah! nada: un pollo,
Dios mío, ¿cómo no se me había ocurrido? Un pollito, chiquito,
metido en una caja, y ella mirando el pollo, y jugando con su pollo
todos los días, y dándole de comer, y así tú puedes preguntarle
por el pollo y tienes algo de qué hablar y es algo especial, es un
regalo único, anda, apúrate, y salí disparado a Canilandia. Creo
que se llama así: Canilandia. Y está en una callecita que se mete
de Sabana Grande a la avenida Casanova. Bueno. Y entré y el señor
me regaló el pollo. Ni siquiera aceptó que yo se lo comprara.
Bueno.
Me
fui a la fuente de soda. Cuando llegué pedí una merengada. Eso fue
lo que pedí. Y ahí estuve. ¡Ajo! Estaba cansado. Hay que ver,
corriendo, el sol, el pollo, y lo peor es que no podía correr mucho.
Pero ahí estaba.
Bueno.
Pedí una merengada de chocolate. Ya van a ver. Pido la merengada. Es
para quedarse en casa. Francamente: pido la merengada y el imbécil
del mozo viene y se queda mirando a la caja. Claro que la caja se
movía, ¿no?, pero por eso no tenía que poner cara de imbécil y
quedarse mirando y mirando y decirme, porque me lo dijo:
-¿Y
eso?
Tuve
que decírselo:
-Un
regalo.
-¿Un
regalo? -se sonreía con los dientes puercamente llenos de oro.
-Un
regalo.
-¿Y
por qué se mueve?
-Porque
adentro hay un pollo -digo.
-Ah,
¿sí? ¿Un pollo?
-Sí.
Eso. Un pollo.
-Qué
bien -dijo el tipo. Que si qué bien. Qué tipo, francamente.
Bueno.
La verdad es que no sé por qué cuento lo del mozo. Lo que sí es
que ya estaba poniéndome nervioso porque Julia no llegaba y eran más
de las tres y media. Ya como a las cuatro, dejé la caja con la copa
encima y llamé a casa de Julia. Como estaba pendiente de la caja, o
sea, pensando en que a lo mejor el pollo se ponía histérico y
pateaba y se armaba el relajo, estuve como media hora sin responderle
a la mamá. La mamá:
-¿Aló?
¿aló? ¿aló? ¿aló?
Bueno.
Por fin le pregunté por Julia.
-No
está, Juan -me dijo-. ¿Eres tú, no?
-Sí.
Soy yo, señora.
-Ayer
vi a tu mamá. ¿Cómo estás?
-Ah,
bueno...
-Me
dijo que no estudiabas casi nada.
-Un
poco.
-Tienes
que estudiar.
-Sí,
señora -palabra que eso era lo que me decía. No miento. Siguió
así:
-...Y
portarte muy bien, mira que ya eres un hombrecito.
-Sí,
señora.
-Bueno.
Tú vienes al cumpleaños, ¿no?
-Sí,
señora.
-Julia
está como loca... ya no sabe qué hacer. Bueno, Juan. Saludos por tu
casa.
-Gracias,
señora.
-Adiós.
-Adiós,
señora.
¿Ven?
Y la caja y la copa y el mozo y Julia no llega y la vieja: es para
volverse loco. Palabra. Estuve apunto de tirar el teléfono. Y lo
peor es que no he terminado: apenas me siento se me acerca de nuevo
el mozo. ¡Qué tipo más imbécil! Me dice:
-¿Y
para quién es el regalo?
Juré
que si me seguía haciendo preguntas que a ti no te importan te tiro
la copa desgraciado. Eso es lo que pensaba. Y dale con el regalo.
Menos mal que alguien —48→
lo llamó. Ya yo estaba realmente harto. Dale con la caja, el
pollo, la vieja. «Ayer vi a tu mamá en el mercado» y que si
«tienes que estudiar porque eres un hombrecito, Julia está como
loca». Francamente. Y nada que llegaba la desgraciada. ¿Por qué la
gente tiene que preguntar tanto? En serio: ¿para qué vienen y te
preguntan que por qué tu mamá usa anteojos? ¿Ah? Palabrita que si
alguien pregunta que por qué mi mamá usa anteojos le nombro la
madre. Palabrita. Sinceramente le digo así mismo: mire desgraciado,
señor, ¿qué pasa? ¿Qué le pica? ¿Nunca ha visto un pollo?
¿Nunca ha visto una señora con anteojos? ¿Ah? Dígame esa gente
que viene y te dice: ¿Qué hay? O te dicen: ¿Qué has hecho? ¿Pero
qué carajo les importa? ¿Ah?
Bueno.
Por fin Julia llegó. Era tardísimo. La vi bajarse de su
impresionante Buick negro, con su vestido de pepas, y meneándose,
para todos los tipos que estaban en la fuente de soda. Julia no puede
dejar de menearse y mirar a todos los tipos. Por mí que se iría con
el primer tipo que le dijera: «Oye tú, mira...». Seguro. Lo único
que le importa a esa carajita es menearse y poder menearle los ojos a
todos los degenerados que la miran. A veces comprendo un poco por qué
a la cochinada de Carlos se le ocurrió eso que me dijo y que yo no
puedo contar porque juré por Dios santo que no se lo decía a nadie.
Pero bueno. Llega, se sienta, se monta el vestido hasta las
pantaletas, se bota el pelo para atrás, se pasa la mano por el
cuello, y después que me volvió porquería, se quedó mirando la
caja vacía y me dijo:
-Ajjj
Dios mío, me estoy muriendo de sed.
Se me
olvidó decir que justo en el momento en que la vi salir de su
maldito Buick, justo en ese momento, me dio una vaina y en un segundo
abrí la caja, agarré al pobre pollo, y lo escondí en el bolsillo
de la chaqueta.
Me salió con que si:
-¿Llevas
mucho tiempo aquí?
-No.
Acabo de llegar -le dije.
-¿Qué
calor, verdad?
-Sí.
Espantoso -dije.
-No
lo aguanto -dijo ella-. Puf, me muero.
Y
para colmo me di cuenta que el tipo de la corbatica negra nos estaba
espiando. Apenas llegó Julia me di cuenta que paró las orejas y
hacía lo posible por acercarse y vamos a ver qué oímos y qué
pasará con el pollo. Francamente. Deben volverse imbéciles. Que si
la mesa uno un perro caliente, la mesa cuatro una hamburguesa sin
tomate y otra con tomate, la mesa ocho una merengada de chocolate y
una Cocacola, y la mesa dos un café negro y otro marroncito pero sin
mucho café y la mesa tres un helado de mantequilla y la mesa
nueve... Claro: nosotros ahí, así se divertía. No sé si se han
dado cuenta la cara de loquitos tristes que tienen todos. Y además
de la tristeza de loquitos llevan una corbatica de lazo. Pobrecitos.
No le metía la nariz en las piernas de Julia porque no podía, y
claro, porque Julia, justo cuando el pobre desgraciado la miraba,
cerraba un poco las rodillas, la maldita botaba el aire, se sobaba la
rodilla, y después te miraba como para que no te pusieras a llorar
ahí mismo. Después que se subió más de lo que tenía subido el
vestido, vino, y con su vocesita de pito, levantó un dedito y llamó
al mozo. Inmediatamente pensé que el pendejo del mozo llegaba y le
contaba lo del pollo. Y lo peor es que con lo del pollo, tenía que
mantener el brazo en una sola posición, así, con la mano en el
bolsillo, sin dejar que el pollo chillara, tapándole la jeta con los
dedos, y ya sentía el brazo calambreado. Además estaba comenzando a
sudar por todas partes. Era horrible. No exagero. Bueno.
El mozo llega y se
para delante de Julia:
-¿Desea
algo, señorita?
-Sí.
Por favor...
-Dígame.
-¿Tiene
Cocacola?
El
tipo le dice:
-Pepsicola
-y aprovecha para mirarle todo.
-¿Pepsicola?
-Pepsicola
-se hizo el loco y le miró las rodillas. Julia seguía con el dedo
en el aire y se soplaba un mechón de pelo que te caía sobre la
nariz. Por fin parece que Julia se dio cuenta que estaba pidiéndole
algo al mozo y le dijo:
-¿Tiene
Orange?
-No.
No hay.
-¿Qué
tienen?
El
mozo como que ya estaba arrecho:
-Colita,
Pepsicola, Hit, Sevenup y Grin.
-¿Tienen
Grin?
-Sí.
-Bueno.
Entonces una merengada de chocolate.
-¿De
chocolate?
-No.
Bueno. Tráigame una Grin.
El
mozo estaba loco:
-¿Entonces
Grin?
-Perdone
-dijo Julia y se rió mirándome-, tráigame un helado de chocolate.
El
mozo ni siquiera la miró. Salió disparado. Pobrecito. Y a todas
éstas al maldito pollo como que le dio taquicardia porque comenzó a
temblar y patalear y no sé que diablos tenía. De golpe le abrí la
jeta y el desgraciado chilló. Julia me miró y me dijo:
-¿Oíste?
-No
-dije.
-Como
un pito.
-Un niñito -dije.
-Fue
raro -siguió Julia.
-Sí.
A veces pasa.
-Mamá
dice que oye todo el día una avispa en la oreja.
-Qué
raro.
-Sí.
Por
fin miró la caja, que estaba vacía, y me preguntó:
-¿Ése
es el regalo?
Yo
estaba esperando desde el principio la pregunta. Por fin. Sí, pero
no sabía qué diablos podía decirle, ¿no? ¿Qué se puede decir si
a uno le pasa una cosa de ésas? ¿Qué dice uno? Uno no sabe qué
decir. Y yo dije que no. Que ése no era el regalo.
-¿Dónde
está?
«¿Dónde
está? ¿Dónde está?» ¡Qué pregunta!
-Me
pasó algo, Julia.
-¿Qué
cosa? ¿Se te quedó en tu casa?
-Fue
un problema -le dije.
-¿Te
caíste? ¿Y esa caja?
-Sí.
Me caí. Se rompió. Ésa es la caja.
-Qué
lástima -dijo. Y justo oí que el pollo eructaba o algo así.
No
sé qué le pasaba al bicho. Como que estaba ahogado.
-¿Dónde
te caíste?
-En
una escalera -le dije.
-Palabra
que lo siento, Juan -dijo.
-No
importa.
-Por
supuesto que importa -me dijo. Y aprovechó para agarrarme la mano.
Yo sudé. Después me sonrió, cambió las piernas para que todo el
mundo le mirara las pantaletas y me dijo:
-¿Te
vienes conmigo?
-No,
gracias Julia.
En eso fue que llegó
el mozo. O bueno. Llegó antes o después de que se subió el
vestido. El tipo traía una Cocacola. La puso, después pasó el
pañito por una orilla de la mesa y se perdió. Julia me preguntó:
-¿No
fue un helado de chocolate lo que le pedí?
-No
sé -le dije. Y sí sabía.
-Ah
no... es verdad -dijo-. Ahora me acuerdo que pedí una Cocacola...
Cogió
el pitillo, lo metió en la Cocacola y echó una chupadita.
Después
se paso la lengua por la boca, se limpió la manchita de Cocacola que
tenía en los labios, y se me quedó mirando sonreída.
Inmediatamente comencé a sentirme como perdido. Como levantado del
suelo. Lejos y al mismo tiempo muy cerca, tanto, que podía contarle
los lunares que tiene en la nariz, esos punticos como marroncitos,
como rosados que tiene juntados en la nariz, y mientras más la
miraba, ella más se sonreía y yo volaba más lejos de ella, con la
sonrisa, sin ella, con la sonrisa sola, flotando en el aire, con su
sonrisa de espuma roja, y después que había volado con la sonrisa,
la sonrisa regresaba a su cara, le cubría toda su cara y yo me daba
cuenta que estaba ahí, frente a ella, y me entraba en el vientre un
miedito dulce. Era un miedito como cuando vamos en un auto y de golpe
el auto llega a una subida, y cae, y a ti te entra algo, se te abre
algo en la barriga, y se te llena la barriga de ese miedo dulce que
después sientes que se te escapa y te lo deja como vacío, como con
un hambre raro.
-Juan
-decía-. Oye, Juan...
-Ni
siquiera me di cuenta que tenía el pollo en el bolsillo, palabra, No
me daba cuenta de nada. Para colmo ella me decía Juan, así,
suavecito, Juan, como soplando el nombre, como soplándolo con el
aliento, y apenas me llegaba el nombre, apenas lo oía, y volvía a
entrarme esa vaina y me quedaba más perdido y más mareado que
antes.
-Juan
-me dijo-. Oye. ¿Qué te pasa?
-Nada
-le dije.
-Oye.
Tienes una cara...
Cuando
me preguntó eso sentí el calambreo en el brazo y comencé a
asustarme y de verdad verdad me comencé a sentir mal.
-No,
Julia -dije-. No me pasa nada.
-Me
pareció que te sentías mal -me dijo ella.
El
pollo volvió como a pitar y le tapé el pico, la cabeza y todo lo
que pude taparle, desgraciado si sigues te ahogo, cállate, y Julia:
-¿Seguro
que no te sientes mal, Juan?
Dale
con lo mismo:
-¿Segurito,
Juan? ¿Seguro que no te sientes mal?
-No,
Julia. No. Palabra.
-¿Segurito?
-No,
Julia.
-¿Pero
seguro que no? No sé, tienes una cara...
-Palabra,
te lo juro.
-¿Pero
palabra, Juan? ¿No quieres ir al baño, Juan?
No
le tiré el pollo porque francamente. Casi se lo estripo en la cara.
Y lo peor es que siguió. Ya van a ver:
-Por
mí -me decía la desgraciada-. Por mí puedes ir al baño.
-Pero
bueno, Julia. Si no quiero ir al baño ¿para qué voy a ir?
-Pero
no te dé pena. Anda.
-Julia.
Deja la cosa del baño. No tengo ganas.
-No
sé, Juan. Estás sudando y tienes una cara, yo sé, te conozco, eres
capaz...
-¿Capaz...?
-Capaz
de aguantarte por mí.
Eso
era lo último.
-¿Aguantar qué?
-Aguantarte.
Yo lo sé.
-Bueno,
Julia. No me estoy aguantando. Te juro que no.
Por
fin como que dejó la cosa y, siguió tomando su maldita Cocacola.
La
odiaba. Juro que la odiaba como nunca. Hasta pensé en lo que me dijo
Carlos y me pareció que Carlos no era tan inmundicia como yo lo
había pensado. Me pareció que Carlos tenía razón en pensar en
esas inmundicias, y le rogué que lo hiciera, que le hiciera
inmundicias más asquerosas todavía. Me provocaba matarla. Cuando
terminó su Cocacola y dio los últimos chupitos me dijo:
-Bueno,
Juanito. Te espero en casa. No faltes -me lo dijo con lástima.
Después miró la caja vacía. Y después se levantó, me echó una
sonrisita de «no sufras tanto que la vida no es tan mala» y se fue
meneando el culo hasta su impresionante y asquerosísimo Buick negro.
Ahí abrió la puerta, levantó las patas para que yo me derritiera
con sus pantaletas, y después levantó su dedito y el maldito carro
se perdió de vista en la esquina.
¡Dios
mío! ¿Por qué pasan esas cosas? Apenas se fue, vuelve el mozo.
Tenía que volver. No podía quedarse quieto. Tenía que volver,
llegar con cara de melón y preguntarme con su vocecita de marica
dulce:
-¿Le
dio miedo dárselo?
¿Por
qué todo, por qué me pasa, por qué? ¿Por qué nunca podré, por
qué jamás he podido...? ¡Dios mío! Me sentía tan mal...
Metí
la cabeza entre los brazos y por fin oí que el mozo se alejaba hacia
otra mesa.
Entonces
oí las risas. Apenas levanté la cara, vi que el mozo se reía junto
a un gordo, y los dos me miraban. Se reían, hablaban un poco y
volvían a soltar la carcajada. Yo comencé a sentirme rojo
hirviendo, vi que no aguantaba más y que ese rojo hirviendo era cada
vez más caliente y me quemaba más la garganta y los ojos y aflojé
todo y entonces todo se me fue por los ojos y ya nada me importó
entonces, lo juro, ya nada me importaba.
Cuando
terminé de llorar, saqué al pobre pollo del bolsillo y me le quedé
mirando: estaba tranquilito. Estaba como dormido. Me gustó pasarle
la mano por su cabecita, por su cuerpo, y era tibio y bueno, y pensé
que nos parecíamos los dos, él y yo, y estaba muy tibio y seguía
como dormido. Estaba tan tranquilo que comencé a sentir algo
espantoso. Entonces me dio frío y todo asustado lo dejé caer en el
suelo.
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