Horacio Quiroga
(Salto, 1878 - Buenos Aires, 1937) Narrador uruguayo
radicado en Argentina, considerado uno de los mayores cuentistas
latinoamericanos de todos los tiempos. Su obra se sitúa entre la
declinación del modernismo y la emergencia de las vanguardias.
Las
tragedias marcaron la vida del escritor: su padre murió en un accidente
de caza, y su padrastro y posteriormente su primera esposa se
suicidaron; además, Quiroga mató accidentalmente de un disparo a su
amigo Federico Ferrando.
Horacio Quiroga Estudió en Montevideo y pronto comenzó a interesarse por la literatura. Inspirado en su primera novia escribió Una
estación de amor (1898), fundó en su ciudad natal la Revista de Salto (1899), marchó a Europa y resumió sus
recuerdos de esta experiencia en Diario de viaje a París (1900). A su regreso fundó el Consistorio del Gay Saber, que pese
a su corta existencia presidió la vida literaria de Montevideo y las polémicas con el grupo de Julio
Herrera y Reissig.
Ya instalado en Buenos Aires publicó Los arrecifes de coral, poemas, cuentos y prosa lírica (1901), seguidos
de los relatos de El crimen del otro (1904), la novela breve Los perseguidos (1905), producto de un viaje con Leopoldo
Lugones por la selva misionera hasta la frontera con Brasil, y la más extensa Historia de un amor turbio
(1908). En 1909 se
radicó precisamente en la provincia de Misiones, donde se
desempeñó como juez de paz en San Ignacio, localidad famosa por
sus ruinas de las reducciones jesuíticas, a la par que
cultivaba yerba mate y naranjas.
Nuevamente en Buenos Aires, trabajó en el consulado de Uruguay y dio a la prensa Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917),
los relatos para niños Cuentos de la selva (1918), El salvaje (1920), la obra teatral Las sacrificadas (1920), Anaconda (1921), El
desierto (1924), La gallina degollada y otros cuentos (1925) y quizá su mejor libro de relatos, Los desterrados (1926).
Colaboró en diferentes medios: Caras y Caretas, Fray Mocho, La Novela Semanal y La Nación, entre otros.
En 1927 contrajo segundas nupcias con una
joven amiga de su hija Eglé, con quien tuvo una niña. Dos años después
publicó la novela Pasado amor, sin mucho éxito. Sintiendo el
rechazo de las nuevas generaciones literarias, regresó a Misiones para
dedicarse a la floricultura. En 1935 publicó su último libro de cuentos,
Más allá. Hospitalizado en Buenos Aires, se le descubrió un
cáncer gástrico, enfermedad que parece haber sido la causa que lo
impulsó al suicidio, ya que puso fin a sus días ingiriendo cianuro.
http://www.biografiasyvidas.com/biografia/q/quiroga_horacio.htm
Biblioteca Digital Ciudad Seva
La gallina degollada
[Cuento. Texto completo.]
Horacio Quiroga
Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir...
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?...
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
El
hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie.
Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que,
arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El
hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre
engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora
vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral;
pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El
hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y
durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos
violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el
tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El
dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de
pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como
relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la
pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de
garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó
por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche.
Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón
del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa.
Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de
garganta reseca. La sed lo devoraba.
-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!
-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.
-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La
mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno
tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
-Bueno;
esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con
lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne
desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los
dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban
ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía
caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un
fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la
rueda de palo.
Pero
el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su
canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná.
Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre
seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El
hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio
del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y
tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que
ya trasponía el monte.
La
pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo
que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón
con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas
lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás
llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre
Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La
corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el
hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta
arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
-¡Compadre
Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del
suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre
tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de
nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El
Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas
de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas
bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro
también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en
cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones
de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de
muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una
majestad única.
El
sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la
canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó
pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la
sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El
veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque
no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para
reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en
Tacurú-Pucú.
El
bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No
sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su
compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister
Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría
pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el
río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya
entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura
crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una
pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá
abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a
ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba
en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo
justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal
vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio?
Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración...
Al
recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había
conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o
jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
-Un jueves...
Y cesó de respirar.
FIN
Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917
Juan Darién
Horacio
Quiroga
Aquí se cuenta la historia de un
tigre que se crió y educó entre los hombres, y que se llamaba Juan
Darién. Asistió cuatro años a la escuela vestido de pantalón y
camisa, y dio sus lecciones correctamente, aunque era un tigre de las
selvas; pero esto se debe a que su figura era de hombre, conforme se
narra en las siguientes líneas.
Una vez, a principio de otoño, la
viruela visitó un pueblo de un país lejano y mató a muchas
personas. Los hermanos perdieron a sus hermanitas, y las criaturas
que comenzaban a caminar quedaron sin padre ni madre. Las madres
perdieron a su vez a sus hijos, y una pobre mujer joven y viuda llevó
ella misma a enterrar a su hijito, lo único que tenía en este
mundo. Cuando volvió a su casa, se quedó sentada pensando en su
chiquillo. Y murmuraba:
-Dios debía haber tenido más
compasión de mí, y me ha llevado a mi hijo. En el cielo podrá
haber ángeles, pero mi hijo no los conoce. Y a quien él conoce bien
es a mí, ¡pobre hijo mío!
Y miraba a lo lejos, pues estaba
sentada en el fondo de su casa, frente a un portoncito donde se veía
la selva.
Ahora bien; en la selva había
muchos animales feroces que rugían al caer la noche y al amanecer. Y
la pobre mujer, que continuaba sentada, alcanzó a ver en la
oscuridad una cosa chiquita y vacilante que entraba por la puerta,
como un gatito que apenas tuviera fuerzas para caminar. La mujer se
agachó y levantó en las manos un tigrecito de pocos días, pues aún
tenía los ojos cerrados. Y cuando el mísero cachorro sintió el
contacto de las manos, runruneó de contento, porque ya no estaba
solo. La madre tuvo largo rato suspendido en el aire aquel pequeño
enemigo de los hombres, a aquella fiera indefensa que tan fácil le
hubiera sido exterminar. Pero quedó pensativa ante el desvalido
cachorro que venía quién sabe de dónde y cuya madre con seguridad
había muerto. Sin pensar bien en lo que hacía llevó al cachorrito
a su seno y lo rodeó con sus grandes manos. Y el tigrecito, al
sentir el calor del pecho, buscó postura cómoda, runruneó
tranquilo y se durmió con la garganta adherida al seno maternal.
La mujer, pensativa siempre, entró
en la casa. Y en el resto de la noche, al oír los gemidos de hambre
del cachorrito, y al ver cómo buscaba su seno con los ojos cerrados,
sintió en su corazón herido que, ante la suprema ley del Universo,
una vida equivale a otra vida.
Y dio de mamar al tigrecito.
El cachorro estaba salvado, y la
madre había hallado un inmenso consuelo. Tan grande su consuelo, que
vio con terror el momento en que aquél le sería arrebatado, porque
si se llegaba a saber en el pueblo que ella amamantaba a un ser
salvaje, matarían con seguridad a la pequeña fiera. ¿Qué hacer?
El cachorro, suave y cariñoso -pues jugaba con ella sobre su pecho-
era ahora su propio hijo.
En estas circunstancias, un hombre
que una noche de lluvia pasaba corriendo ante la casa de la mujer,
oyó un gemido áspero -el ronco gemido de las fieras que, aún
recién nacidas, sobresaltan al ser humano-. El hombre se detuvo
bruscamente, y mientras buscaba a tientas el revólver, golpeó la
puerta. La madre, que había oído los pasos, corrió loca de
angustia a ocultar el tigrecito en el jardín. Pero su buena suerte
quiso que al abrir la puerta del fondo se hallara ante una mansa,
vieja y sabia serpiente que le cerraba el paso. La desgraciada mujer
iba a gritar de terror, cuando la serpiente habló así:
-Nada temas, mujer -le dijo-. Tu
corazón de madre te ha permitido salvar una vida del Universo, donde
todas las vidas tienen el mismo valor. Pero los hombres no te
comprenderán, y querrán matar a tu nuevo hijo. Nada temas, ve
tranquila. Desde este momento tu hijo tiene forma humana; nunca lo
reconocerán. Forma su corazón, enséñale a ser bueno como tú, y
él no sabrá jamás que no es hombre. A menos… a menos que una
madre de entre los hombres lo acuse; a menos que una madre no le
exija que devuelva con su sangre lo que tú has dado por él, tu hijo
será siempre digno de tí. Ve tranquila, madre, y apresúrate, que
el hombre va a echar la puerta abajo.
Y la madre creyó a la serpiente,
porque en todas las religiones de los hombres la serpiente conoce el
misterio de las vidas que pueblan los mundos. Fue, pues, corriendo a
abrir la puerta, y el hombre, furioso, entró con el revólver en la
mano y buscó por todas partes sin hallar nada. Cuando salió, la
mujer abrió, temblando, el rebozo bajo el cual ocultaba al tigrecito
sobre su seno, y en su lugar vio a un niño que dormía tranquilo.
Traspasada de dicha, lloró largo rato en silencio sobre su salvaje
hijo hecho hombre; lágrimas de gratitud que doce años más tarde
ese mismo hijo debía pagar con sangre sobre su tumba.
Pasó el tiempo. El nuevo niño
necesitaba un nombre: se le puso Juan Darién. Necesitaba alimentos,
ropa, calzado: se le dotó de todo, para lo cual la madre trabajaba
día y noche. Ella era aún muy joven, y podría haberse vuelto a
casar, si hubiera querido; pero le bastaba el amor entrañable de su
hijo, amor que ella devolvía con todo su corazón.
Juan Darién era, efectivamente,
digno de ser querido: noble, bueno y generoso como nadie. Por su
madre, en particular, tenía una veneración profunda. No mentía
jamás. ¿Acaso por ser un ser salvaje en el fondo de su naturaleza?
Es posible; pues no se sabe aún qué influencia puede tener en un
animal recién nacido la pureza de un alma bebida con la leche en el
seno de una santa mujer.
Tal era Juan Darién. E iba a la
escuela con los chicos de su edad, los que se burlaban a menudo de
él, a causa de su pelo áspero y su timidez. Juan Darién no era muy
inteligente; pero compensaba esto con su gran amor al estudio.
Así las cosas, cuando la criatura
iba a cumplir diez años, su madre murió. Juan Darién sufrió lo
que no es decible, hasta que el tiempo apaciguó su pena. Pero fue en
adelante un muchacho triste, que sólo deseaba instruirse.
Algo debemos confesar ahora: a
Juan Darién no se le amaba en el pueblo. La gente de los pueblos
encerrados en la selva no gustan de los muchachos demasiado generosos
y que estudian con toda el alma. Era, además, el primer alumno de la
escuela. Y este conjunto precipitó el desenlace con un
acontecimiento que dio razón a la profecía de la serpiente.
Aprontábase el pueblo a celebrar
una gran fiesta, y de la ciudad distante habían mandado fuegos
artificiales. En la escuela se dio un repaso general a los chicos,
pues un inspector debía venir a observar las clases. Cuando el
inspector llegó, el maestro hizo dar la lección al primero de
todos: a Juan Darién. Juan Darién era el alumno más aventajado;
pero con la emoción del caso, tartamudeó y la lengua se le trabó
con un sonido extraño. El inspector observó al alumno un largo
rato, y habló en seguida en voz baja con el maestro.
-¿Quién es ese muchacho? -le
preguntó-. ¿De dónde ha salido?
-Se llama Juan Darién -respondió
el maestro- y lo crió una mujer que ya ha muerto; pero nadie sabe de
dónde ha venido.
-Es extraño, muy extraño…
-murmuró el inspector, observando el pelo áspero y el reflejo
verdoso que tenían los ojos de Juan Darién cuando estaba en la
sombra.
El inspector sabía que en el
mundo hay cosas mucho más extrañas que las que nadie puede
inventar, y sabía al mismo tiempo que con preguntas a Juan Darién
nunca podría averiguar si el alumno había sido antes lo que él
temía: esto es, un animal salvaje. Pero así como hay hombres que en
estados especiales recuerdan cosas que les han pasado a sus abuelos,
así era también posible que, bajo una sugestión hipnótica, Juan
Darién recordara su vida de bestia salvaje. Y los chicos que lean
esto y no sepan de qué se habla, pueden preguntarlo a las personas
grandes.
Por lo cual el inspector subió a
la tarima y habló así:
-Bien, niño. Deseo ahora que uno
de ustedes nos describa la selva. Ustedes se han criado casi en ella
y la conocen bien. ¿Cómo es la selva? ¿Qué pasa en ella? Esto es
lo que quiero saber. Vamos a ver, tú -añadió dirigiéndose a un
alumno cualquiera-. Sube a la tarima y cuéntanos lo que hayas visto.
El chico subió, y aunque estaba
asustado, habló un rato. Dijo que en el bosque hay árboles
gigantes, enredaderas y florecillas. Cuando concluyó, pasó otro
chico a la tarima, después otro. Y aunque todos conocían bien la
selva, respondieron lo mismo, porque los chicos y muchos hombres no
cuentan lo que ven, sino lo que han leído sobre lo mismo que acaban
de ver. Y al fin el inspector dijo:
-Ahora le toca al alumno Juan
Darién.
Juan Darién subió a la tarima,
se sentó y dijo más o menos lo que los otros. Pero el inspector,
poniéndole la mano sobre el hombro, exclamó:
-No, no. Quiero que tú recuerdes
bien lo que has visto. Cierra los ojos.
Juan Darién cerró los ojos.
-Bien -prosiguió el inspector-.
Dime lo que ves en la selva.
Juan Darién, siempre con los ojos
cerrados, demoró un instante en contestar.
-No veo nada -dijo al fin.
-Pronto vas a ver. Figurémonos
que son las tres de la mañana, poco antes del amanecer. Hemos
concluido de comer, por ejemplo… estamos en la selva, en la
oscuridad… Delante de nosotros hay un arroyo… ¿Qué ves?
Juan Darién pasó otro momento en
silencio. Y en la clase y en el bosque próximo había también un
gran silencio. De pronto Juan Darién se estremeció, y con voz
lenta, como si soñara, dijo:
-Veo las piedras que pasan y las
ramas que se doblan. .. Y el suelo. .. Y veo las hojas secas que se
quedan aplastadas sobre las piedras…
-¡Un momento! -le interrumpió el
inspector-. Las piedras y las hojas que pasan: ¿a qué altura las
ves?
El inspector preguntaba esto
porque si Juan Darién estaba “viendo” efectivamente lo que él
hacía en la selva cuando era animal salvaje e iba a beber después
de haber comido, vería también que las piedras que encuentra un
tigre o una pantera que se acercan muy agachados al río pasan a la
altura de los ojos. Y repitió:
-¿A qué altura ves las piedras?
Y Juan Darién, siempre con los
ojos cerrados, respondió:
-Pasan sobre el suelo. . . Rozan
las orejas. . . Y las hojas sueltas se mueven con el aliento… Y
siento la humedad del barro en…
La voz de Juan Darién se cortó.
-¿En dónde? -preguntó con voz
firme el inspector- ¿Dónde sientes la humedad del agua?
-¡En los bigotes!-dijo con voz
ronca Juan Darién, abriendo los ojos espantado.
Comenzaba el crepúsculo, y por la
ventana se veía cerca la selva ya lóbrega. Los alumnos no
comprendieron lo terrible de aquella evocación; pero tampoco se
rieron de esos extraordinarios bigotes de Juan Darién, que no tenía
bigote alguno. Y no se rieron, porque el rostro de la criatura estaba
pálido y ansioso.
La clase había concluido. El
inspector no era un mal hombre; pero, como todos los hombres que
viven muy cerca de la selva, odiaba ciegamente a los tigres; por lo
cual dijo en voz baja al maestro:
-Es preciso matar a Juan Darién.
Es una fiera del bosque, posiblemente un tigre. Debemos matarlo,
porque si no, él, tarde o temprano, nos matará a todos. Hasta ahora
su maldad de fiera no ha despertado; pero explotará un día u otro,
y entonces nos devorará a todos, puesto que le permitimos vivir con
nosotros. Debemos, pues, matarlo. La dificultad está en que no
podemos hacerlo mientras tenga forma humana, porque no podremos
probar ante todos que es un tigre. Parece un hombre, y con los
hombres hay que proceder con cuidado. Yo sé que en la ciudad hay un
domador de fieras. Llamémoslo, y él hallará modo de que Juan
Darién vuelva a su cuerpo de tigre. Y aunque no pueda convertirlo en
tigre, las gentes nos creerán y podremos echarlo a la selva.
Llamemos en seguida al domador, antes que Juan Darién se escape.
Pero Juan Darién pensaba en todo,
menos en escaparse, porque no se daba cuenta de nada. ¿Cómo podía
creer que él no era hombre, cuando jamás había sentido otra cosa
que amor a todos, y ni siquiera tenía odio a los animales dañinos?
Mas las voces fueron corriendo de
boca en boca, y Juan Darién comenzó a sufrir sus efectos. No le
respondían una palabra, se apartaban vivamente a su paso, y lo
seguían desde lejos de noche.
-¿Qué tendré? ¿Por qué son
así conmigo? -se preguntaba Juan Darién.
Y ya no solamente huían de él,
sino que los muchachos le gritaban:
-¡Fuera de aquí! ¡Vuélvete
donde has venido! ¡Fuera!
Los grandes también, las personas
mayores, no estaban menos enfurecidas que los muchachos. Quién sabe
qué llega a pasar si la misma tarde de la fiesta no hubiera llegado
por fin el ansiado domador de fieras. Juan Darién estaba en su casa
preparándose la pobre sopa que tomaba, cuando oyó la gritería de
las gentes que avanzaban precipitadas hacia su casa. Apenas tuvo
tiempo de salir a ver qué era: Se apoderaron de él, arrastrándolo
hasta la casa del domador.
-¡Aquí está! -gritaban,
sacudiéndolo- ¡Es éste! ¡Es un tigre! ¡No queremos saber nada
con tigres! ¡Quítele su figura de hombre y lo mataremos!
Y los muchachos, sus condiscípulos
a quienes más quería, y las mismas personas viejas, gritaban:
-¡Es un tigre! ¡Juan Darién nos
va a devorar! ¡Muera Juan Darién!
Juan Darién protestaba y lloraba
porque los golpes llovían sobre él, y era una criatura de doce
años. Pero en ese momento la gente se apartó, y el domador, con
grandes botas de charol, levita roja y un látigo en la mano, surgió
ante Juan Darién. E1 domador lo miró fijamente, y apretó con
fuerza el puño del látigo.
-¡Ah! -exclamó-. ¡Te reconozco
bien! ¡A todos puedes engañar, menos a mí! ¡Te estoy viendo, hijo
de tigres! ¡Bajo tu camisa estoy viendo las rayas del tigre! ¡Fuera
la camisa, y traigan los perros cazadores! ¡Veremos ahora si los
perros te reconocen como hombre o como tigre!
En un segundo arrancaron toda la
ropa a Juan Darién y lo arrojaron dentro de la jaula para fieras.
-¡Suelten los perros, pronto!
-gritó el domador-. ¡Y encomiéndate a los dioses de tu selva, Juan
Darién!
Y cuatro feroces perros cazadores
de tigres fueron lanzados dentro de la jaula.
El domador hizo esto porque los
perros reconocen siempre el olor del tigre; y en cuanto olfatearan a
Juan Darién sin ropa, lo harían pedazos, pues podrían ver con sus
ojos de perros cazadores las rayas de tigre ocultas bajo la piel de
hombre.
Pero los perros no vieron otra
cosa en Juan Darién que el muchacho bueno que quería hasta a los
mismos animales dañinos. Y movían apacibles la cola al olerlo
-¡Devóralo! ¡Es un tigre!
¡Toca! ¡Toca! -gritaban a los perros-. Y los perros ladraban y
saltaban enloquecidos por la jaula, sin saber a qué atacar.
La prueba no había dado
resultado.
-¡Muy bien! -exclamó entonces el
domador-. Estos son perros bastardos, de casta de tigre. No le
reconocen. Pero yo te reconozco, Juan Darién, y ahora nos vamos a
ver nosotros.
Y así diciendo entró él en la
jaula y levantó el látigo.
-¡Tigre! -gritó-. ¡Estás ante
un hombre, y tú eres un tigre! ¡Allí estoy viendo, bajo tu piel
robada de hombre, las rayas de tigre! ¡Muestra las rayas!
Y cruzó el cuerpo de Juan Darién
de un feroz latigazo. La pobre criatura desnuda lanzó un alarido de
dolor, mientras las gentes, enfurecidas, repetían.
-¡Muestra las rayas de tigre!
Durante un rato prosiguió el
atroz suplicio; y no deseo que los niños que me oyen vean martirizar
de este modo a ser alguno.
-¡Por favor! ¡Me muero! -clamaba
Juan Darién.
-¡Muestra las rayas! -le
respondían.
Por fin el suplicio concluyó. En
el fondo de la jaula, arrinconado, aniquilado en un rincón, sólo
quedaba su cuerpecito sangriento de niño, que había sido Juan
Darién. Vivía aún, y aún podía caminar cuando se le sacó de
allí; pero lleno de tales sufrimientos como nadie los sentirá
nunca.
Lo sacaron de la jaula, y
empujándolo por el medio de la calle, lo echaban del pueblo. Iba
cayéndose a cada momento, y detrás de él iban los muchachos, las
mujeres y los hombres maduros, empujándolo.
-¡Fuera de aquí, Juan Darién!
¡Vuélvete a la selva, hijo de tigre y corazón de tigre! ¡Fuera,
Juan Darién!
Y los que estaban lejos y no
podían pegarle, le tiraban piedras.
Juan Darién cayó del todo, por
fin, tendiendo en busca de apoyo sus pobres manos de niño. Y su
cruel destino quiso que una mujer, que estaba parada a la puerta de
su casa sosteniendo en los brazos a una inocente criatura,
interpretara mal ese ademán de súplica.
-¡Me ha querido robar a mi hijo!
-gritó la mujer-. ¡Ha tendido las manos para matarlo! ¡Es un
tigre! ¡Matémosle en seguida, antes que él mate a nuestros hijos!
Así dijo la mujer. Y de este modo
se cumplía la profecía de la serpiente: Juan Darién moriría
cuando una madre de los hombres le exigiera la vida y el corazón de
hombre que otra madre le había dado con su pecho.
No era necesaria otra acusación
para decidir a las gentes enfurecidas. Y veinte brazos con piedras en
la mano se levantaban ya para aplastar a Juan Darién cuando el
domador ordenó desde atrás con voz ronca:
-¡Marquémoslo con rayas de
fuego! ¡Quemémoslo en los fuegos artificiales!
Ya comenzaba a oscurecer, y cuando
llegaron a la plaza era noche cerrada. En la plaza habían levantado
un castillo de fuegos de artificio, con ruedas, coronas y luces de
bengala. Ataron en lo alto del centro a Juan Darién, y prendieron la
mecha desde un extremo. El hilo de fuego corrió velozmente subiendo
y bajando, y encendió el castillo entero. Y entre las estrellas
fijas y las ruedas gigantes de todos colores, se vio allá arriba a
Juan Darién sacrificado.
-¡Es tu último día de hombre,
Juan Darién! -clamaban todos-. ¡Muestra las rayas!
-¡Perdón, perdón! -gritaba la
criatura, retorciéndose entre las chispas y las nubes de humo. Las
ruedas amarillas, rojas y verdes giraban vertiginosamente, unas a la
derecha y otras a la izquierda. Los chorros de fuego tangente
trazaban grandes circunferencias; y en el medio, quemado por los
regueros de chispas que le cruzaban el cuerpo, se retorcía Juan
Darién.
-¡Muestra las rayas! -rugían aún
de abajo.
-¡No, perdón! ¡Yo soy hombre!
-tuvo aún tiempo de clamar la infeliz criatura. Y tras un nuevo
surco de fuego, se pudo ver que su cuerpo se sacudía
convulsivamente; que sus gemidos adquirían un timbre profundo y
ronco; y que su cuerpo cambiaba poco a poco de forma. Y la
muchedumbre, con un grito salvaje de triunfo, pudo ver surgir por
fin, bajo la piel del hombre, las rayas negras, paralelas y fatales
del tigre.
La atroz obra de crueldad se había
cumplido; habían conseguido lo que querían. En vez de la criatura
inocente de toda culpa, allá arriba no había sino un cuerpo de
tigre que agonizaba rugiendo.
Las luces de bengala se iban
también apagando. Un último chorro de chispas con que moría una
rueda alcanzó la soga atada a las muñecas (no: a las patas del
tigre, pues Juan Darién había concluido), y el cuerpo cayó
pesadamente al suelo. Las gentes lo arrastraron hasta la linde del
bosque, abandonándolo allí para que los chacales devoraran su
cadáver y su corazón de fiera.
Pero el tigre no había muerto.
Con la frescura nocturna volvió en sí, y arrastrándose presa de
horribles tormentos se internó en la selva. Durante un mes entero no
abandonó su guarida en lo más tupido del bosque, esperando con
sombría paciencia de fiera que sus heridas curaran. Todas
cicatrizaron por fin, menos una, una profunda quemadura en el
costado, que no cerraba, y que el tigre vendó con grandes hojas.
Porque había conservado de su
forma recién perdida tres cosas: el recuerdo vivo del pasado, la
habilidad de sus manos, que manejaba como un hombre, y el lenguaje.
Pero en el resto, absolutamente en todo, era una fiera, que no se
distinguía en lo más mínimo de los otros tigres.
Cuando se sintió por fin curado,
pasó la voz a los demás tigres de la selva para que esa misma noche
se reunieran delante del gran cañaveral que lindaba con los
cultivos. Y al entrar la noche se encaminó silenciosamente al
pueblo. Trepó a un árbol de los alrededores y esperó largo tiempo
inmóvil. Vio pasar bajo él sin inquietarse a mirar siquiera, pobres
mujeres y labradores fatigados, de aspecto miserable; hasta que al
fin vio avanzar por el camino a un hombre de grandes botas y levita
roja.
El tigre no movió una sola ramita
al recogerse para saltar. Saltó sobre el domador; de una manotada lo
derribó desmayado, y cogiéndolo entre los dientes por la cintura,
lo llevó sin hacerle daño hasta el juncal.
Allí, al pie de las inmensas
cañas que se alzaban invisibles, estaban los tigres de la selva
moviéndose en la oscuridad, y sus ojos brillaban como luces que van
de un lado para otro. El hombre proseguía desmayado. El tigre dijo
entonces:
-Hermanos: Yo viví doce años
entre los hombres, como un hombre mismo. Y yo soy un tigre. Tal vez
pueda con mi proceder borrar más tarde esta mancha. Hermanos: esta
noche rompo el último lazo que me liga al pasado.
Y después de hablar así, recogió
en la boca al hombre, que proseguía desmayado, y trepó con él a lo
más alto del cañaveral, donde lo dejó atado entre dos bambúes.
Luego prendió fuego a las hojas secas del suelo, y pronto una
llamarada crujiente ascendió. Los tigres retrocedían espantados
ante el fuego. Pero el tigre les dijo: “¡Paz, hermanos!”, y
aquéllos se apaciguaron, sentándose de vientre con las patas
cruzadas a mirar.
El juncal ardía como un inmenso
castillo de artificio. Las cañas estallaban como bombas, y sus gases
se cruzaban en agudas flechas de color. Las llamaradas ascendían en
bruscas y sordas bocanadas, dejando bajo ella lívidos huecos; y en
la cúspide, donde aún no llegaba el fuego, las cañas se
balanceaban crispadas por el calor.
Pero el hombre, tocado por las
llamas, había vuelto en sí. Vio allá abajo a los tigres con los
ojos cárdenos alzados a él, y lo comprendió todo.
-¡Perdón, perdóname! -aulló
retorciéndose-. ¡Pido perdón por todo!
Nadie contestó. El hombre se
sintió entonces abandonado de Dios, y gritó con toda su alma:
-¡Perdón, Juan Darién!
Al oír esto, Juan Darién alzó
la cabeza y dijo fríamente:
-Aquí no hay nadie que se llame
Juan Darién. No conozco a Juan Darién. Éste es un nombre de
hombre, y aquí somos todos tigres.
Y volviéndose a sus compañeros,
como si no comprendiera, preguntó:
-¿Alguno de ustedes se llama Juan
Darién?
Pero ya las llamas habían
abrasado el castillo hasta el cielo. Y entre las agudas luces de
bengala que entrecruzaban la pared ardiente, se pudo ver allá arriba
un cuerpo negro que se quemaba humeando.
-Ya estoy pronto, hermanos-dijo el
tigre-. Pero aún me queda algo por hacer.
Y se encaminó de nuevo al pueblo,
seguido por los tigres sin que él lo notara. Se detuvo ante un pobre
y triste jardín, saltó la pared, y pasando al costado de muchas
cruces y lápidas, fue a detenerse ante un pedazo de tierra sin
ningún adorno, donde estaba enterrada la mujer a quien había
llamado madre ocho años. Se arrodilló -se arrodilló como un
hombre-, y durante un rato no se oyó nada.
-¡Madre! -murmuró por fin el
tigre con profunda ternura-. Tú sola supiste, entre todos los
hombres, los sagrados derechos a la vida de todos los seres del
Universo. Tú sola comprendiste que el hombre y el tigre se
diferencian únicamente por el corazón. Y tú me enseñaste a amar,
a comprender, a perdonar. ¡Madre!, estoy seguro de que me oyes. Soy
tu hijo siempre, a pesar de lo que pase en adelante pero de ti sólo.
¡Adiós, madre mía!
Y viendo al incorporarse los ojos
cárdenos de sus hermanos que lo observaban tras la tapia, se unió
otra vez a ellos.
El viento cálido les trajo en ese
momento, desde el fondo de la noche, el estampido de un tiro.
-Es en la selva -dijo el tigre-.
Son los hombres. Están cazando, matando, degollando.
Volviéndose entonces hacia el
pueblo que iluminaba el reflejo de la selva encendida, exclamó:
-¡Raza sin redención! ¡Ahora me
toca a mí!
Y retornando a la tumba en que
acaba de orar, arrancóse de un manotón la venda de la herida y
escribió en la cruz con su propia sangre, en grandes caracteres,
debajo del nombre de su madre:
Y
JUAN DARIÉN
JUAN DARIÉN
-Ya estamos en paz -dijo. Y
enviando con sus hermanos un rugido de desafío al pueblo aterrado,
concluyó:
-Ahora, a la selva. ¡Y tigre para
siempre!
FIN
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