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miércoles, 10 de febrero de 2016

Ednodio Quintero




Ednodio Quintero nació en 1947, en Las Mesitas (Trujillo), un "lugar agreste de la alta montaña" de los Andes venezolanos. A su infancia montañesa, le debe la costumbre algo triste de la soledad, el hábito voraz de la lectura salvadora y, tal vez también, la vinculación a un paisaje austero y alucinado que, casi sin pretenderlo, se ha convertido en registro y cadencia de su voz. Actualmente reside en Mérida, ciudad a la que llegó, en 1965 para estudiar Ingeniería Forestal. Es profesor de la Escuela Nacional de Medios Audiovisuales, de la Universidad de Los Andes, y uno de los narradores y ensayistas más destacados de la literatura venezolana contemporánea. Ednodio Quintero ha sido galardonado con algunos de los más importantes premios literarios de su país: Primer Premio de Cuentos de El Nacional, de Caracas (1975); Narrativa Breve del Instituto de Cooperación Iberoamericana por Soledades (1992 ); Narrativa del CONAC (Consejo Nacional de la Cultura) por La Danza del Jaguar, en 1992; "Miguel Otero Silva" de la Editorial Planeta por su novela El Rey de las Ratas, en 1994; “Francisco Herrera Luque” de la Editorial Grijalbo-Mondadori (1999) por El corazón ajeno. 


EL AGRESOR COTIDIANO

"El espejo reinventa cada mañana las lineas de mi rostro."
(Nota del cuaderno chino) Ensayé las más diversas maneras para librarme de su influencia: de nada valieron las frases de reproche, los conjuros, las protestas expresadas en voz alta; mis esfuerzos por anular la repulsión que me causaba el otro resultaron inútiles.

Un día de lluvia, al regreso de mi trabajo, me refugié en la silenciosa intimidad de un bar. Mientras saboreaba una cerveza fría me detuve a pensar en las circunstancias que me habían precipitado hacia el servilismo más escandaloso. El reconocimiento de que mi propia voluntad había actuado como un nudo corredizo paradoja de mi trampa: el enemigo cayó en ella sin ofrecer ninguna resistencia, le di oportunidad de crecer, le permití desarrollar aptitudes propias de su naturaleza, y ahora que su influencia tanto pesaba sobre mí, ahora que me dominaba por completo, debería convertirme en el más hábil simulador para destruirlo. Esta sola idea bastó para que un agresor se levantara desde el fondo de mis huesos y, a partir de ese instante, la venganza ocupó el lugar antes reservado a la fatalidad, a la esperanza.

Debería proceder con suma cautela, pues el enemigo conocía de memoria los más escondidos pasadizos de mi mente. Sin embargo, una ligera ventaja me animaba en mi propósito: la influencia del otro tenía límites precisos, las paredes de mi habitación. En principio, su poder se extendía hasta el pasillo adyacente, pero la puerta cerrada negaba esta posibilidad: incluso las miradas más profundas ceden ante lo desconocido.

Tuve cuidado de seleccionar un arma eficiente, veloz y silenciosa. Descarté de plano cualquier arma de fuego, pues el ruido inoportuno podría crear momentos de zozobra en los vecinos; y me niego a revelar las razones que me movieron a prescindir de una hermosa y tentadora cimitarra ofrecida a precio de regalo por un distraído anticuario. Opté por una pequeña hacha, mango de madera liviana y con el filo de una navaja de afeitar.

El día elegido me levanté a la hora acostumbrada, preparé café negro, y di algunas vueltas por el cuarto buscando un cuaderno imaginario. Mi conducta no debería dar lugar a ningún recelo. Me puse una corbata verde y, sin despedirme de mi enemigo, salí dando un portazo. Por su parte, él se portó de manera correcta: ni siquiera protestó mi descortesía o mi olvido. Al final de la escalera se abría la calle con su profusión de grises, sepias y lilas enmohecidos. Una nubecita vino a pararse en el hombro de un transeúnte. "Buena seña", me dije, y con pasos firmes de vengador me encaminé hacia la parada del autobús.

Trabajo, almuerzo, siesta, rostros desconocidos, se funden en la brevedad de un sueño.

Y así, los últimos resplandores de la tarde me sorprenden al pie de la escalera. La pequeña hacha, envuelta en una lámina de papel amarillo. abulta ligeramente bajo mi chaqueta; podría confundirse, por su aspecto exterior, con un pan gigantesco o con una botella de ron. Frente a la puerta dudo un instante, la llave gira y mi cuerpo se desliza en la penumbra de la habitación. Enciendo la luz y elagresor se hace visible; me mira de reojo y en su rostro puedo ver huellas de fatiga; sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, acechan mis pasos. Me coloco frente a mi mesa de trabajo, ocultando con mi cuerpo el envoltorio amarillo. Sonrío feliz al vislumbrar el breve instante que me separa de mi total liberación. Mi mano se cierra como un garfio, y un brillo delator recorre el filo del hacha. El primer golpe debo asestarlo en medio de la frente: la sorpresa del otro bastará para perderlo, y sus ojos, inundados en sangre, cesarán de maltratarme. De un salto me vuelvo con el hacha levantada arriba de mi hombro, y un segundo antes que la hoja de acero inicie la masacre, puedo ver al otro, parado frente a mí, piernas abiertas, el hacha levantada arriba de su hombro.


VENGANZA
Empezó con un ligero y tal vez accidental roce de dedos en los senos de ella. Luego un abrazo y el mirarse sorprendidos. ¿Por qué ellos? ¿Qué oscuro designio los obligaba a reconocerse de pronto? Después largas noches y soleados días en inacabable y frenética fiebre. Cuando a ella se le notaron los síntomas de embarazo, el padre, enfurecido, gritó: —venganza! Buscó la escopeta, llamó a su hijo y se la entregó diciéndole: lavarás con sangre la afrenta al honor de tu hermana. Él ensilló el caballo moro y se marchó del pueblo, escopeta al hombro. En sus ojos no brillaba la sed de venganza pero sí la tristeza de nunca regresar.


                               TATUAJE

(cuento)

Ednodio Quintero

Cuando su prometido regresó del mar, se casaron. En su viaje a las islas orientales, el marido había aprendido con esmero el arte del tatuaje. La noche misma de la boda, y ante el asombro de su amada, puso en práctica sus habilidades: armado de agujas, tinta china y colorantes vegetales dibujó en el vientre de la mujer un hermoso, enigmático y afilado puñal.
La felicidad de la pareja fue intensa, y como ocurre en esos casos: breve. En el cuerpo del hombre revivió alguna extraña enfermedad contraída en las islas pantanosas del este. Y una tarde, frente al mar, con la mirada perdida en la línea vaga del horizonte, el marino emprendió el ansiado viaje a la eternidad. En la soledad de su aposento, la mujer daba rienda suelta a su llanto, y a ratos, como si en ello encontrase algún consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso puñal.
El dolor fue intenso, y también breve. El otro, hombre de tierra firme, comenzó a rondarla. Ella, al principio esquiva y recatada, fue cediendo terreno. Concertaron una cita. La noche convenida ella lo aguardó desnuda en la penumbra del cuarto. Y en el fragor del combate, el amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal. 
……
Cuento breve recomendado: “Venganza”, de Ednodio Quintero
Cuento breve recomendado: “La muerte viaja a caballo”, de Ednodio Quintero

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