José Emilio Pacheco (Ciudad
de México, 1939 - 2014) Poeta, narrador, ensayista y traductor
mexicano, cuya cultura literaria y sensibilidad poética lo convirtieron
en uno de los miembros más destacados de la llamada Generación del Medio
Siglo.
Estudió
derecho y letras en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y
allí comenzó a colaborar con la revista Medio Siglo. Más tarde formó
parte de la dirección del suplemento Ramas Nuevas de la revista
Estaciones, junto a otro reconocido autor mexicano, Carlos Monsiváis, y
de la redacción de la Revista de la UNAM. Fue asimismo jefe de redacción
del suplemento México en la Cultura, en colaboración con Fernando
Benítez.
Profesor
en varias universidades de México, Estados Unidos, Canadá e Inglaterra,
se dedicó también a la investigación en el Departamento de Estudios
Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH);
como resultado de esta labor de investigación y reconstrucción de la
vida cultural mexicana de los siglos XIX y XX, publicó numerosas
ediciones y antologías. Sus libros han sido traducidos al inglés,
francés, alemán y ruso.
La poesía de Pacheco se
caracteriza por una depuración extrema. Sus versos carecen de
ornamentos inútiles y están escritos con un lenguaje cotidiano que los
hace engañosamente sencillos. La conciencia de lo efímero es uno de sus
temas centrales, pero su poesía es a menudo irónica, llena de notas de
humor negro y parodia, y muestra una continua experimentación en el
plano formal. Para Pacheco, el poeta es el crítico de su
tiempo y un metafísico preocupado por el sentido de la historia. Cree en
el carácter popular de la escritura, que carece de autor específico y
pertenece a todos.
Su producción poética alternó así lo trascendente y lo inmediato, siempre con un estilo muy personal. Ello se aprecia en Los elementos de la noche (1963), El reposo del fuego (1966), No me preguntes cómo pasa el tiempo (1964) y Los trabajos del mar (1983).
Respecto a sus traducciones, que incluyen poemas de diversas lenguas,
el autor prefirió llamarlas "aproximaciones", por estar convencido de la
intraducibilidad del género.
En el terreno de la narrativa corta, escribió libros como El principio del placer (1972),
donde demostró su dominio del relato breve e hiperbreve. Sus dos
novelas son ejemplo de sabiduría narrativa: la primera, Morirás lejos (1967), es un audaz experimento que juega con diversos planos narrativos; la segunda, Las batallas en el desierto (1981), es una evocadora y agridulce historia de amor imposible, llena de nostalgia.
Sus
artículos y ensayos son numerosos y casi todos versan sobre literatura,
aunque también abordan asuntos políticos y sociales. Entre los
galardones que distinguieron su obra se cuentan los premios Magda Donato
(1967), Xavier Villaurrutia (1973), Nacional de Lingüística y
Literatura de México (1992), Octavio Paz (2003), Pablo Neruda (2004),
García Lorca (2005), Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y el Cervantes
(recibidos ambos en 2009).
Tarde de agosto
A la memoria de Manuel Michel
Nunca vas a olvidar
esa tarde de agosto. Tenías catorce años, ibas a terminar la secundaria. No
recordabas a tu padre, muerto al poco tiempo de que nacieras. Tu madre
trabajaba en una agencia de viajes. Todos los días, de lunes a viernes, te
despertaba a las seis y media. Quedaba atrás un sueño de combates a la orilla
del mar, ataques a los bastiones de la selva, desembarcos en tierras enemigas.
Y entrabas en el día en que era necesario viva, crecer, abandonar la infancia.
Por la noche miraban la televisión sin hablarse. Luego te encerrabas a leer las
novelas de una serie española, la Colección Bazooka, relatos de la Segunda
Guerra Mundial que idealizaban las batallas y te permitían entrar en el mundo
heroico que te gustaría haber vivido.
El trabajo de tu
madre te obligaba a comer en casa de su hermano. Era hosco, no te manifestaba
ningún afecto y cada mes exigía el pago puntual de tus alimentos. Pero todo lo
compensaba la presencia de Julia, tu inalcanzable prima hermana. Julia
estudiaba ciencias químicas, era la única que te daba un lugar en el mundo, no
por amor, como creíste entonces, sino por la compasión que despertaba el
intruso, el huérfano, el sin derecho a nada.
Julia te ayudaba en
las tareas, te dejaba escuchar sus discos, esa música que hoy no puedes oír sin
recordarla. Una noche te llevó al cine, después te presentó a su novio, el
primero que pudo visitarla en su casa. Desde entonces odiaste a Pedro.
Compañero de Julia en la universidad, se vestía bien, hablaba de igual a igual con
tu familia. Le tenías miedo, estabas seguro de que a solas con Julia se burlaba
de ti y de tus novelitas de guerra que llevabas a todas partes. Le molestaba
que le dieras lástima a tu prima, te consideraba un testigo, un estorbo, desde
luego nunca un rival.
Julia cumplió veinte
años esa tarde de agosto. Al terminar el almuerzo, Pedro le preguntó si quería
pasear en su coche por los alrededores de la ciudad. Ve con ellos, ordenó tu
tío. Sumido en el asiento posterior te deslumbró la luz del sol y te calcinaron
los celos. Julia reclinaba la cabeza en el hombro de Pedro, Pedro conducía con
una mano para abrazar a Julia, una canción de entonces trepidaba en la radio,
caía la tarde en la ciudad de piedra y polvo. Viste perderse en la ventanilla
las últimas casas y los cuarteles y los cementerios. Después (Julia besaba a
Pedro, tú no existías hundido en el asiento posterior) el bosque, la montaña,
los pinos desgarrados por la luz llegaron a tus ojos como si los cubrieran para
impedir el llanto.
Al fin Pedro detuvo
el Ford frente a un convento en ruinas. Bajaron y anduvieron por galerías
llenas de musgos y de ecos. Se asomaron a la escalinata de un subterráneo
oscuro. Hablaron, susurraron, se escucharon en las paredes de una capilla en
que las piedras trasmitían las voces de una esquina a otra. Miraste el jardín,
el bosque húmedo, la vegetación de alta montaña. Te sentiste ya no el huérfano,
el intruso, el primo pobre que iba mal en la escuela y vivía en un edificio
horrible de la colonia Escandón, sino un héroe de Dunkerque, Narvik, Tobruk,
Midway, Stalingrado, El Alamein, el desembarco en Normandía, Varsovia, Monte
Cassino, Las Ardenas. Un capitán del Afrika Korps, un oficial de la caballería
polaca en una carga heroica y suicida contra los tanques hitlerianos. Rommel,
Montgomery, von Rundstedt, Zhukov. No pensabas en buenos y malos, en víctimas y
verdugos. Para ti el único criterio era el valor ante el peligro y la victoria
contra el enemigo. En ese instante eras el protagonista de la Colección Bazooka,
el combatiente capaz de toda acción de guerra porque una mujer celebrará su
hazaña y su victoria resonará para siempre.
La tristeza cedió
lugar al júbilo. Corriste y libraste de un salto los matorrales y los setos
mientras Pedro besaba a Julia y la tomaba del talle. Bajaron hasta un lugar en
que el bosque parecía nacer junto a un arroyo de aguas heladas y un letrero
prohibía cortar flores y molestar a los animales. Entonces Julia descubrió una
ardilla en la punta de un pino y dijo: Me gustaría llevármela a la casa. Las
ardillas no se dejan atrapar, contestó Pedro, y si alguien lo intentara hay
muchos guardabosques para castigarlo. Se te ocurrió decir: yo la agarro. Y te
subiste al árbol antes de que Julia pudiera decir no.
Tus dedos lastimados
por la corteza se deslizaban en la resina. Entonces la ardilla ascendió aún más
alto. La seguiste hasta poner los pies en una rama. Miraste hacia abajo y viste
acercarse al guardabosques y a Pedro que, en vez de ahuyentarlo en alguna
forma, trababa conversación con él y a Julia tratando de no mirarte y sin
embargo viéndote. Pedro no te delató y el guardabosques no alzó los ojos,
entretenido por la charla. Pedro alargaba el diálogo por todos los medios a su
alcance. Quería torturarte sin moverse del suelo. Después presentaría todo como
una broma pesada y él y Julia iban a reírse de ti. Era un medio infalible para
destruir tu victoria y prolongar tu humillación.
Porque ya habían
pasado diez minutos. La rama comenzaba a ceder. Sentiste miedo de caerte y
morir o, lo peor de todo, de perder ante Julia. Si bajabas o si pedías auxilio
el guardabosques iba a llevarte preso. Y la conversación seguía y la ardilla
primero te desafiaba a unos centímetros de ti y luego bajaba y corría a
perderse en el bosque, mientras Julia lloraba lejos de Pedro, del guardabosques
y la ardilla, pero de ti más lejos, imposible.
Al fin el
guardabosques se despidió, Pedro le dejó en la mano algunos billetes, y pudiste
bajar pálido, torpe, humillado, con lágrimas que Julia nunca debió haber visto
en tus ojos porque demostraban que eras el huérfano y el intruso, no el héroe
de Iwo Jima y Monte Cassino. La risa de Pedro se detuvo cuando Julia le reclamó
muy seria: Cómo pudiste haber hecho eso. Eres un imbécil. Te aborrezco.
Subieron otra vez al automóvil. Julia no
se dejó abrazar por Pedro. Nadie habló una palabra. Ya era de noche cuando
entraron en la ciudad. Bajaste en la primera esquina que te pareció conocida.
Caminaste sin rumbo algunas horas y al volver a casa le dijiste a tu madre lo
que ocurrió en el bosque. Lloraste y quemaste toda la colección Bazooka y no
olvidaste nunca esa tarde de agosto. Esa tarde, la última en que tú viste a
Julia.
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