ANTONIO TABUCCHI
Nació
el 24 de septiembre de 1943. Fue un escritor italiano. Docente de
Lengua y Literatura Portuguesas.
Transcurrió su infancia en casa de los abuelos maternos, en Vecchiano (cerca de Pisa). En el tiempo que estudió en la Universidad de Pisa, Tabucchi viajó por Europa.
Estando en París, en un banco de la Estación de Lyon halló el poema Tabacaria que estaba bajo la firma de Álvaro de Campos, que era uno de los heterónimos de Fernando Pessoa. Fue a raíz de ello que cree haber encontrado el tema para los siguientes veinte años de su existencia.
Una vez en Lisboa se tomaría buen tiempo en la contemplación de dicha ciudad. Desarrolló una tesis doctoral sobre el surrealismo en Portugal. Estudió perfeccionamiento en la Escuela Normal Superior de Pisa, y posteriormente, en 1973 se le asignó la enseñanza de Lengua y Literatura portuguesa en Bolonia.
Luego se trasladó a la Universidad de Génova. Además fue director del Instituto Italiano de Cultura de Lisboa, de 1985 a 1987.
Embelesado de Portugal, se convirtió en el mejor entendido, crítico y traductor italiano del escritor portugués Fernando Pessoa. Analizó su obra en los años sesenta, estando en la Sorbona, y fue tal su apego que cuando volvió a Italia se inscribió en las clases de portugués para entenderlo mejor.
Los libros de Tabucchi han sido traducidos en 18 países. Conjuntamente con María José de Lancastre, quien fuera su esposa, hicieron la traducción al italiano de muchas obras de Pessoa.. Incluso escribió un libro de ensayos y uno de comedia de teatro sobre él.
Se le otorgó el premio francés Médicis étranger por su novela Notturno Indiano. Así como el premio Campiello por Sostiene Pereira.
Entre sus libros más famosos destacan: Notturno Indiano, Sostiene Pereira, La cabeza perdida de Damasceno Monteiro y El juego del revés.
Algunas de sus obras han sido llevadas a la pantalla grande, como Sostiene Pereira, en que Marcello Mastroianni sobresale en una de las interpretaciones (1995). Posteriormente en 2004 se le otorgó en España el Premio Francisco Cerecedo de periodismo.
Falleció el 25 de marzo del 2012, en Lisboa.
Transcurrió su infancia en casa de los abuelos maternos, en Vecchiano (cerca de Pisa). En el tiempo que estudió en la Universidad de Pisa, Tabucchi viajó por Europa.
Estando en París, en un banco de la Estación de Lyon halló el poema Tabacaria que estaba bajo la firma de Álvaro de Campos, que era uno de los heterónimos de Fernando Pessoa. Fue a raíz de ello que cree haber encontrado el tema para los siguientes veinte años de su existencia.
Una vez en Lisboa se tomaría buen tiempo en la contemplación de dicha ciudad. Desarrolló una tesis doctoral sobre el surrealismo en Portugal. Estudió perfeccionamiento en la Escuela Normal Superior de Pisa, y posteriormente, en 1973 se le asignó la enseñanza de Lengua y Literatura portuguesa en Bolonia.
Luego se trasladó a la Universidad de Génova. Además fue director del Instituto Italiano de Cultura de Lisboa, de 1985 a 1987.
Embelesado de Portugal, se convirtió en el mejor entendido, crítico y traductor italiano del escritor portugués Fernando Pessoa. Analizó su obra en los años sesenta, estando en la Sorbona, y fue tal su apego que cuando volvió a Italia se inscribió en las clases de portugués para entenderlo mejor.
Los libros de Tabucchi han sido traducidos en 18 países. Conjuntamente con María José de Lancastre, quien fuera su esposa, hicieron la traducción al italiano de muchas obras de Pessoa.. Incluso escribió un libro de ensayos y uno de comedia de teatro sobre él.
Se le otorgó el premio francés Médicis étranger por su novela Notturno Indiano. Así como el premio Campiello por Sostiene Pereira.
Entre sus libros más famosos destacan: Notturno Indiano, Sostiene Pereira, La cabeza perdida de Damasceno Monteiro y El juego del revés.
Algunas de sus obras han sido llevadas a la pantalla grande, como Sostiene Pereira, en que Marcello Mastroianni sobresale en una de las interpretaciones (1995). Posteriormente en 2004 se le otorgó en España el Premio Francisco Cerecedo de periodismo.
Falleció el 25 de marzo del 2012, en Lisboa.
Los
trenes que van a Madrás
Los
trenes que van de Bombay a Madrás salen de Victoria Station. Mi guía
aseguraba que una salida de Victoria Station vale por sí sola un
viaje a la India, y éste era el primer motivo que me había llevado
a preferir el tren al avión. Mi guía era un librito un poco
excéntrico que daba consejos perfectamente incongruentes, y yo lo
estaba siguiendo al pie de la letra. El hecho era que también mi
viaje era perfectamente incongruente, así que aquel libro estaba
hecho ex profeso para mí. No trataba al viajero como a un saqueador
ávido de imágenes estereotipadas al que se aconsejan tres o cuatro
itinerarios obligatorios como en los grandes museos visitados a toda
prisa, sino como a un ser vagabundo e ilógico, disponible para el
ocio y el error. En avión, decía, disfrutará de un viaje cómodo y
rápido, pero se perderá la India de las aldeas y de los paisajes
inolvidables. Con los trenes de largo recorrido se enfrentará al
riesgo de paradas fuera de programa y puede incluso llegar un día
más tarde de lo previsto, pero verá la verdadera India. Pero, si
tiene la suerte de tomar el tren adecuado, será puntualísimo y
confortable, dispondrá de comida excelente y un servicio perfecto, y
un billete de primera clase le costará menos de la mitad que un
billete de avión. Y no olvide además que en los trenes indios se
pueden tener los encuentros más imprevistos.
Estas
últimas consideraciones me habían convencido definitivamente; y
puede que también me hubiera tocado en suerte el tren adecuado.
Había atravesado paisajes de excepcional belleza, o en cualquier
caso inolvidables por la humanidad que había visto; el vagón era de
una comodidad extraordinaria, el aire acondicionado agradable, el
servicio impecable. Estaba cayendo el crepúsculo y el tren
atravesaba un paisaje de montañas rojas y abruptas. el criado entró
con un tentempié sobre una bandeja de madera lacada, me ofreció una
toallita húmeda, me sirvió el té, me informó con discreción de
que nos hallábamos en el centro de la India. Mientras yo comía, él
arregló mi litera, señaló que el vagón restaurante estaba abierto
hasta medianoche y, si deseaba cenar en mi compartimento, bastaba con
que tocara el timbre. Le di las gracias con una pequeña propina y le
devolví la bandeja vacía. Luego me quedé fumando y contemplando
por la ventanilla aquel panorama ignoto, pensando en mi extraño
itinerario. Ir a Madrás a visitar le Sociedad Teosófica y emplear,
además, dos días de tren, era, para un agnóstico, una empresa que
probablemente habría sido del agrado de los extravagantes autores de
mi extravagante guía de viaje. Pero la verdad era que una persona de
la Sociedad Teosófica podría proporcionarme una información que me
interesaba muchísimo. Era una tenue esperanza, tal vez una ilusión,
y no quería quemarla en el breve espacio de un viaje aéreo:
prefería mimarla y saborearla con cierta comodidad, como es
preferible hacer con las esperanzas a las que nos sentimos muy
apegados y que sabemos que tienen pocas posibilidades de realizarse.
El
frenazo del tren me arrancó de mis consideraciones, y puede que de
mi sopor. Probablemente me había adormilado unos pocos minutos y el
tren ya había entrado en una estación sin que yo pudiera leer su
nombre en el cartel. Había leído en la guía que una de las paradas
intermedias era Mangalore, o quizá Bangalore, no lo recordaba bien,
pero ahora no tenía ganas de ponerme de nuevo a hojear el libro para
buscar el itinerario de la vía férrea. Debajo de la marquesina
había escasos viajeros: indios vestidos a la occidental con aspecto
de personas adineradas, un grupo de mujeres, unos cuantos faquires
atareados. Debía de ser una ciudad importante e industrializada. En
la lejanía, más allá de las vías, se veían las chimeneas de una
fábrica, grandes edificios y avenidas arboladas.
El
hombre entró mientras el tren se estaba poniendo en marcha. Me
saludó con prisas, comprobó que el número de la litera disponible
correspondía al de su billete y, después de haber comprobado que no
había errores, me pidió disculpas por su intrusión. Era un europeo
de una gordura fláccida, vestía un traje azul bastante fuera de
lugar teniendo en cuenta el clima y un elegante sombrero. Como
equipaje sólo llevaba un maletín de fin de semana de piel negra. Se
sentó en su lugar, sacó del bolsillo un pañuelo blanco y se limpió
cuidadosamente las gafas, sonriendo. Tenía un aire afable pero
reservado, casi compungido.
–¿Usted
también va a Madrás? –me preguntó sin esperar respuesta–. Este
tren es muy puntual, llegaremos mañana por la mañana a las siete.
Hablaba
un inglés correcto con acento alemán, pero no me pareció alemán.
Holandés, se me ocurrió pensar sin saber por qué, o quizá suizo.
Tenía aspecto de hombre de negocios, a primera vista parecía tener
unos sesenta años, pero puede que fuera más viejo.
–Madrás
es la capital de la India dravídica –añadió–, si nunca ha
estado allí tendrá cosas extraordinarias para ver.
Hablaba
con la desenvoltura un poco distanciada de los europeos que conocen
la India, y me preparé para una conversación basada en banalidades.
Decidí que era oportuno informarle de que podíamos cenar en el
vagón, prefiriendo intercalar los previsibles tópicos del
inevitable diálogo con los necesarios silencios previstos por una
cena consumida civilizadamente.
Mientras
caminábamos por el pasillo me presenté, disculpándome por la
distracción de no haberlo hecho antes.
–Oh,
ahora las presentaciones se han convertido en un formalismo inútil
–afirmó con su aire afable. Esbozó una leve inclinación con la
cabeza–. Yo me llamo Peter –concluyó.
En
la cena resultó ser un valioso experto. Me desaconsejó las chuletas
vegetales hacia las que me estaba inclinando por mera curiosidad,
«porque las verduras tienen que ser muy variadas y elaboradas
–dijo–, y es difícil que esto pueda producirse en las cocinas de
un tren». Sugerí tímidamente otros platos al azar, suscitando
siempre su desaprobación. Al final consintió con el tandoori de
cordero que había elegido para él, «porque el cordero es un
alimento noble y sacrificial, y los indios tienen el sentido de la
ritualidad de la comida».
Hablamos
mucho de las civilizaciones dravídicas, mejor dicho, habló casi
siempre él, porque mis intervenciones se limitaban a las típicas
preguntas del profano, a alguna tímida objeción, y,
fundamentalmente, al consenso incondicional. Me describió con
profusión de detalles los relieves rupestres de Kancheepuram y la
arquitectura del Shore Temple, me habló de cultos arcaicos y
desconocidos, ajenos al panteísmo hinduista, como el de las águilas
blancas de Mahabalipuram; del significado de los colores, de los
ritos fúnebres, de las castas. Le expuse con ciertos titubeos lo que
yo sabía: mis conocimientos sobre la penetración europea en las
costas del Tamil; hablé de la leyenda del martirio de Santo Tomás
en Madrás, del fallido intento de los portugueses de fundar otra Goa
en aquellas costas, de sus guerras con los reyes locales, de los
franceses de Pondicherry. El completó mis informaciones y corrigió
algunas de mis inexactitudes sobre las dinastías indígenas citando
nombres, fechas, lugares y acontecimientos. Hablaba con seguridad y
competencia, y su erudición denotaba una vastedad de conocimientos
que llevaban a suponer que era un calificado experto, tal vez un
profesor universitario o un ilustre estudioso. Se lo pregunté de
manera directa, con una ingenuidad evidente, convencido de que la
respuesta sería afirmativa. Él sonrió, no sin falsa modestia, y
movió la cabeza.
–Sólo
un simple aficionado –dijo–, es una pasión que el destino me ha
invitado a cultivar.
Su
voz tenía un tono dolorido, me pareció, como un lamento o una pena.
Sus ojos brillaban, y su rostro lampiño parecía más pálido bajo
la luz del vagón restaurante. Tenía las manos delicadas y los
gestos cansados. Había una especie de inconclusión en su aspecto,
algo a medio terminar, pero era difícil decir qué: pensé en algo
enfermizo y oculto, como una vergüenza.
Regresamos
a nuestro compartimento sin dejar de conversar, pero ahora su
verborrea se había debilitado y nuestro coloquio iba intercalado de
largos silencios. Mientras nos disponíamos a prepararnos para la
noche, sólo por decir algo, sin un motivo específico, le pregunté
por qué viajaba en tren y no en avión. Creía que para una persona
de su edad resultaría más fácil y cómodo utilizar el avión, en
lugar de soportar un viaje tan largo; y probablemente yo esperaba que
me confesara su temor a semejante medio de transporte, como les
sucede a veces a las personas que no se habituaron a él en su
juventud.
El
señor Peter me miró perplejo, como si no hubiera pensado nunca en
ello. Luego se le iluminó el rostro de repente y dijo:
–En
avión realizan viajes cómodos y rápidos, pero se salta la India
auténtica. Es verdad que los trenes que hacen largos recorridos
corren el riesgo de llegar hasta con un día de retraso; pero si se
tiene la suerte de dar con el tren adecuado se puede hacer un viaje
muy confortable y llegar con absoluta puntualidad. Y además en tren
siempre existe el placer de entablar una conversación, cosa que el
avión no permite.
Fue
más fuerte que yo y murmuré:
–India,
a travel survival kit.
–¿Qué?
–dijo él.
–Nada
–contesté–, me he acordado de un libro. –Y luego dije con
seguridad–: Usted no ha estado nunca en Madrás.
El
señor Peter me miró con candor.
–Para
conocer un lugar no siempre es preciso haber estado en él –afirmó.
Se
quitó la chaqueta y los zapatos, metió su maletín debajo de la
almohada, corrió la cortina de su litera y me deseó buenas noches.
Me
habría gustado decirle que también él tenía una tenue esperanza,
y que por eso había tomado el tren: porque prefería mimarla y
saborearla largo rato, en lugar de quemarla en el breve espacio de un
viaje aéreo, estaba seguro. Pero naturalmente no dije nada, apagué
la luz central, dejé la veilleuse azul, corrí mi cortina y le deseé
buenas noches.
***
Nos
despertó la molestia de la luz encendida de repente y una voz que
pedía algo. Por la ventanilla se divisaba una barraca de tablones
iluminada por una débil luz, con un letrero incomprensible. El
revisor iba acompañado de un policía muy oscuro de aire sospechoso.
–Estamos
entrando en el país Tamil Nadu –dijo el revisor con una sonrisa–,
es un mero formalismo.
El
policía tendió la mano y dijo:
–Documentación,
por favor.
Examinó
mi pasaporte con aire distraído y lo cerró inmediatamente. Sobre el
documento del señor Peter se entretuvo con mayor atención. Mientras
lo examinaba descubrí que era un pasaporte israelita.
–¿Míster…
Shi…mail? –silabeó dificultosamente el policía.
–Schlemihl
–corrigió mi compañero de viaje–, Peter Schlemihl.
El
policía nos devolvió los documentos, apagó la luz y se despidió
fríamente. El tren corría de nuevo por la noche india, la luz de la
bombilla azul creaba una atmósfera onírica, permanecimos largo rato
en silencio, después al final yo hablé.
–Usted
no puede llamarse así –dije–, existe un único Peter Schlemihl,
es un invento de Chamisso, y usted lo sabe perfectamente. Algo
semejante sólo se lo cree un policía indio.
Mi
compañero de viaje no contestó. Después me preguntó:
–¿Le
gusta Thomas Mann?
–Algunas
cosas –repliqué.
–¿Qué
le gusta?
–Los
relatos, algunas novelas cortas, Tonio Kröger, Muerte en Venecia.
–No
sé si conoce un prólogo de Peter Schlemihl –dijo–, es un texto
admirable.
El
silencio se hizo de nuevo. Pensé que mi compañero se había
dormido, pero no podía ser, claro. Sólo esperaba que hablara yo, y
yo hablé.
–¿Qué
tiene que hacer en Madrás?
Mi
compañero de viaje tardó en responder. Tosió ligeramente.
–Voy
a ver una estatua –susurró.
–Es
un largo viaje para ver una estatua.
Mi
compañero no contestó. Se sonó la nariz varias veces.
–Quiero
contarle una pequeña historia –dijo luego–, tengo ganas de
contarle una pequeña historia.
Hablaba
en voz baja y su voz me llegaba afelpada desde el otro lado de la
cortina.
–Hace
muchos años, en Alemania, conocí a un hombre. Era médico, y tenía
que visitarme. Estaba sentado detrás de un escritorio y yo estaba
desnudo de pie delante de él. Detrás de mí había una cola de
hombres desnudos que él tenía que visitar. Cuando nos llevaron a
aquel lugar nos dijeron que nosotros servíamos para el progreso de
la ciencia alemana. Junto al médico había dos guardias armados y
una enfermera que llenaba las fichas. Él nos hacía preguntas
precisas referentes a nuestras funciones viriles, la enfermera
procedía a realizar ciertos análisis sobre nuestros cuerpos, y
después escribía. La cola avanzaba con rapidez, porque aquel médico
tenía prisa. Cuando ya había pasado mi turno, en lugar de continuar
hacia la habitación a la que nos conducían, me entretuve unos
instantes, porque mi mirada fue atraída por una estatuilla que el
médico tenía sobre el escritorio. Era la reproducción de una
divinidad oriental, pero yo no la había visto nunca. Representaba
una figura danzante, con los brazos y las piernas en posiciones
armónicas y divergentes inscritas en un círculo. En aquel círculo
sólo quedaban unos pocos espacios abiertos, pequeños vacíos que
esperaban ser cerrados por la imaginación de quien los miraba. El
médico se dio cuenta de mi arrobo y sonrió. Tenía una boca delgada
y burlona. Esta estatua representa el círculo vital, dijo, en el que
deben entrar todas las escorias para alcanzar la forma superior de la
vida que es la belleza. Le deseo que en el ciclo biológico previsto
por la filosofía que concibió esta estatua usted pueda tener, en
otra vida, un peldaño superior al que le ha correspondido en su vida
actual.
Mi
compañero de viaje se calló. Pese al ruido del tren podía percibir
perfectamente su respiración pausada y profunda.
–Siga,
por favor –le dije.
–No
hay mucho que añadir –dijo él–, esa estatua era la imagen de
Shiva danzante, pero yo entonces no lo sabía. Como ve, todavía no
he entrado en el círculo de la renovación vital, y mi
interpretación de aquella figura es otra. Lo he estado pensando
todos los días, es en lo único que he pensado en todos estos años.
–¿Cuántos
años han pasado?
–Cuarenta.
–¿Se
puede pensar en una única cosa durante cuarenta años?
–Creo
que sí, si se ha comprobado su mala influencia sobre nosotros.
–¿Y
cuál es su interpretación de esa figura?
–Creo
que no representa en absoluto el círculo vital. Representa
simplemente la danza de la vida.
–¿En
qué consiste la diferencia? –pregunté yo.
–Oh,
es muy distinto –susurró el señor Peter–. La vida es un
círculo. Hay un día en que el círculo se cierra, y no sabemos
cuál. –Se volvió a sonar la nariz y luego dijo–: Y ahora
discúlpeme, estoy cansado, si me permite me gustaría intentar
dormir.
***
Me
desperté en las afueras de Madrás. Mi compañero de viaje ya estaba
afeitado y vestido con su impecable traje azul. Su aspecto era
reposado y sonriente, había subido su litera y me mostraba la
bandeja del desayuno colocada encima de la mesa al lado de la
ventanilla.
–He
esperado a que se despertara para tomar el té juntos –dijo–. No
he querido molestarle, dormía tan a gusto.
Entré
en el cuartito de baño y me lavé con rapidez, recogí mis cosas,
ordené mi equipaje y me senté delante del desayuno. Comenzábamos a
atravesar un lugar habitado, una zona de aldeas populosas con los
primeros indicios de la ciudad.
–Como
ve, vamos perfectamente bien de horario –dijo mi compañero–, son
las siete menos cuarto. –Dobló cuidadosamente su servilleta–. Me
gustaría que también usted fuera a ver esa estatua –añadió–,
se encuentra en el museo de Madrás. Me gustaría saber qué le
parece.
Se
levantó y cogió su maletín. Me tendió la mano y me saludó en su
tono afable.
–Le
agradezco a mi guía de viaje que me aconsejara este medio de
transporte –dijo–, es cierto que en los trenes indios se pueden
tener los encuentros más inesperados: su compañía ha sido para mí
un placer y un estímulo.
–El
placer ha sido recíproco –repliqué–, yo soy quien está
agradecido a los consejos de mi guía.
Estábamos
entrando en la estación, frente a un andén atestado de gente. El
tren accionó los frenos y el convoy se paró suavemente. Le cedí el
paso y él bajó en primer lugar, saludándome con la mano. Mientras
se alejaba le llamé y él se volvió.
–No
sé dónde podría comunicarle mi opinión –grité–, no tengo su
dirección.
Él
retrocedió, con ese aire perplejo que yo ya conocía, y reflexionó
un instante.
–Déjeme
un mensaje en el American Express –dijo–, pasaré a recogerlo.
A
continuación cada uno de nosotros se perdió entre la multitud.
***
Sólo
pasé tres días en Madrás. Fueron días intensos, casi febriles.
Madrás es una ciudad enorme de casas bajas y de inmensos espacios
sin edificar, atascada por un tráfico de bicicletas, de autobuses
inconexos y de animales; para recorrerla de una punta a otra hace
falta mucho tiempo. Una vez resueltas las obligaciones que me
esperaban me quedó un solo día de libertad, y preferí, antes que
el museo, hacer una visita a los relieves rupestres de Kancheepuram,
que distan muchos kilómetros de la ciudad. También en esta ocasión
mi guía resultó ser una compañía fundamental.
La
mañana del cuarto día me encontraba en una estación de los
autobuses que hacen el recorrido a Kerala y a Goa. Faltaba una hora
para la salida, hacía un calor tórrido y las marquesinas del enorme
hangar de la estación eran el único refugio contra el ardor de las
calles. Para distraer la espera compré el diario en lengua inglesa
de Madrás. Era un diario de sólo cuatro hojas, con aspecto de hoja
parroquial, muchos anuncios de todo tipo, resúmenes de películas
populares, crónica urbana. En la primera página, muy destacada,
estaba la noticia de un homicidio sucedido el día anterior. La
víctima era un ciudadano de nacionalidad argentina que vivía en
Madrás desde 1958. Se le describía como un señor esquivo y
discreto, sin amistades, setentón, que vivía en un chaletito del
barrio residencial de Adyar. Su mujer había fallecido tres años
antes por causas naturales. No tenían hijos.
Había
muerto de un disparo en el corazón. Era un homicidio aparentemente
inexplicable, porque el asesino no había actuado con intención de
robar. La casa estaba en orden, no había nada roto. El artículo
describía la vivienda como una residencia sencilla y sobria, con
algunas piezas artísticas de buen gusto y un pequeño jardín.
Parecía que la víctima era un entendido en arte dravídico; el
diario mencionaba algunos servicios prestados a la catalogación del
museo local y publicaba la fotografía de un desconocido: el rostro
de un anciano calvo, de ojos claros y boca delgada. Era una
descripción neutra y anodina. El único detalle curioso era la
fotografía de una estatuilla pegada al rostro de la víctima. Se
trataba sin duda de una aproximación plausible, porque la víctima
era un entendido en arte dravídico y la danza de Shiva es la pieza
más famosa del museo de Madrás, una especie de símbolo. Pero
aquella aproximación plausible suscitó en mí otra aproximación.
Todavía faltaban veinte minutos para la salida, busqué un teléfono
y marqué el número del American Express. Me contestó una amable
señorita.
–Querría
dejar un mensaje para el señor Schlemihl –dije.
La
señorita me rogó que aguardara un instante y luego dijo:
–De
momento no tenemos a nadie registrado bajo ese nombre, pero si lo
desea puede dejar de todas maneras su recado, le será entregado tan
pronto como pase. Oiga, oiga –repitió la telefonista, que ya no
oía mi voz.
–Un
segundo, señorita –dije–, déjeme pensar un segundo.
¿Qué
podía decir? Pensé en la ridiculez de mi recado. ¿Que había
entendido? ¿Y qué había entendido? ¿Que para alguien el círculo
se había cerrado?
–No
tiene importancia –dije–, he cambiado de idea.
Y
colgué.
No
descarto la posibilidad de que mi imaginación haya volado más de la
cuenta. Pero si hubiese adivinado cuál era la sombra que el señor
Schlemihl había perdido, y si alguna vez se da la casualidad de que
lea este relato, por el mismo extraño azar que nos llevó a
encontrarnos aquella noche en el tren, me gustaría hacerle llegar mi
saludo. Y mi pena.
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