Adam
Marek nació en 1974 en Reino Unido. Es un galardonado escritor
de relatos cortos. Ganó la beca de cuentos cortos de la Fundación
de las Artes de 2011, y fue seleccionado para el premio inaugural de
cuentos cortos Sunday Times EFG y el Premio de cuentos cortos de Edge
Hill. Sus historias han aparecido en BBC Radio 4, y en muchas
revistas y antologías, incluyendo Prospect y The Sunday Times
Magazine, y The Penguin Book of the British Short Story. Sus
colecciones de cuentos El lanzador de piedras y el Manual de
instrucciones para deglución se publican en el Reino Unido por Comma
Press y en Norteamérica por ECW Press. Es profesor de escritura
creativa para la Fundación Arvon, WordFactory y para el grupo de
redacción de Google en Londres. Y ocasionalmente trabaja con
SciFutures, utilizando la narración de historias para ayudar a crear
un prototipo del futuro.
Creció
leyendo a Maurice Sendak, Roald Dahl, Tolkien, Fighting Fantasy,
Dragonlance, cómics de superhéroes y películas de ciencia ficción,
especialmente películas B de los años 50 y películas de monstruos
japoneses. Su familia era de grandes fanáticos del horror, por lo
que la casa siempre estaba llena de libros de James Herbert, Stephen
King y Dean Koontz. A lo largo de mi vida de lectura adolescente y
adulta, me han encantado los escritores que exploran la interzona
entre la fantasía y la realidad: Haruki Murakami, Kafka, JG Ballard,
Will Self, William Burroughs, Etgar Keret, Karen Russell y los
cineastas Terry Gilliam, Tim Burton, David Cronenberg, Michel Gondry,
Chris Cunningham, Charlie Kaufman y Hayao Miyazaki.
Sus
colecciones de cuentos The Stone Thrower (2007) y Manual de
instrucciones para tragar (2012).
Menos
cosas
Bajamos
a la playa al atardecer para que los polluelos no se ahoguen. Me
pongo pantalones de mezclilla y una chamarra sobre la piyama. Mi
orina se evapora en el baño frío. Papá despierta la casa entera
con sus pisadas. Es hora de irse, dice con un dedo en la oreja.
Afuera,
mi rostro se encoge con el frío. Ayer perdí un guante, así que
tengo esta mano desnuda adentro del bolsillo, entre los pañuelos
sucios y los fósiles. En la cima del risco hay nuevas flores. Papá
los roza con la suela de su bota. No estoy seguro de lo que está
revisando, pero parece complacido.
Las
nuestras son las únicas huellas en la cuesta arenosa. Una vez me caí
aquí, hace años, y me raspé la cara con el pasto, que crece en
matas como alfileteros enterrados. La cicatriz se ha ido
desvaneciendo y volviendo plateada en mi mejilla. Tiene la forma de
la huella de un pájaro.
Papá
corre con sus piernas largas y yo me alejo de la arena que patea tras
él. Ya vio el polluelo de una golondrina de mar, en la playa al
fondo del risco. Al principio, el pez atorado en su garganta parece
una lengua. El polluelo está lanzando su cabeza hacia un lado y
luego hacia delante, riéndose. Da unos pasos, se tropieza bajo el
peso del pez, y luego se endereza.
Tenemos
que hacer esto al amanecer, y tenemos que hacerlo rápido, porque
estamos compitiendo con las gaviotas y los págalos que se despiertan
desesperados de hambre.
Papá
persigue a la pequeña bola de pelusa a través de la arena, luego la
levanta entre sus dedos y sostiene su pequeña cabeza con una mano
mientras con la otra jala suavemente al pez. El polluelo lucha,
empujando sus patas palmeadas y grises contra sus palmas. Le murmura
al polluelo, palabras suaves que parecen más pensamientos que
palabras.
El knuckle-fish todavía
no está muy adentro de la garganta de este polluelo. Si se lo traga
por completo las dos púas en la parte de atrás se clavan en la
garganta del polluelo. Sólo hay algo que puede hacer papá con los
polluelos cuando pasa esto. Toma la decisión rápido, y sin decir
nada. Son tan frágiles, sólo se necesita un pequeño tirón, y
entonces papá los guarda en su bolsa.
Le
doy la espalda al viento helado que sopla desde el mar. Papá extrae
el pescado del pico del polluelo. Es un movimiento suave, y al final
de él, cuando sale la cabeza del pez, con forma de trompeta, siento
un verdadero alivio. Como si el pez hubiera estado atorado en mi
propia garganta.
Él
quiere que yo aprenda a hacer esto por mí mismo. Un día, dice, si
queda todavía alguno de ellos, éste va a ser tu trabajo. Me
pregunto si hay más personas como nosotros, en otras islas, que
tienen esta misma rutina extraña, pero si existen están demasiado
lejos y no puedo percibirlos. A veces siento como si fuéramos los
únicos en la isla, como si fuéramos los únicos en el planeta.
Los
peces muertos van en la bolsa de papá —no los tira para que los
polluelos no vuelvan a tratar de comérselos—. Se lleva los peces
de regreso a la casa para pesarlos y medirlos y registrarlos en su
computadora; yo también le ayudo con esto. Es extraño cuando este
pequeño suceso se convierte en números y fechas, y se manda a algún
lado para que lo analicen. No registran nada de lo que recuerdo: cómo
los ojos del polluelo se expanden cuando el pez trata de retroceder
en su garganta, el olor de la bolsa de papá, o el sonido de las
patas del polluelo cuando salta por la arena.
Esa
mañana encontramos otros tres. Cuando terminamos, mi estómago está
tan vacío que si abro la boca puedo escuchar el sonido de las olas
adentro.
La
avena se espesa en el sartén mientras papá coloca los cuatro peces
en el periódico de la semana pasada. Los knuckle-fish son
largos y huesudos, un instrumento musical grotesco que jamás te
llevarías a los labios. Sus aletas son como abanicos espinosos.
Inclusive si los polluelos pudieran tragarse los peces no los
alimentarían en absoluto.
Papá
dice que cuando te estás muriendo de hambre te comes cualquier cosa
que parezca comida.
Los
pájaros en realidad van tras las anguilas de arena, los peces gordos
y plateados que son pura carne. Pero las anguilas de arena han
desaparecido, y también el plancton diminuto que comían.
Le
echo miel a la avena mientras papá mide el pez con una regla de
metal. Me pregunto por qué los padres de los polluelos los alimentan
con peces que los van a matar. Es como si papá le echara petróleo a
mi desayuno.
Más
tarde salimos a la cima del risco, cubierta de hierba, desde donde se
ve la bahía. Vuelvo a revisar mi celular, sólo por si acaso, aunque
sé que la isla no tiene señal. Quizás mamá ha dejado algún
mensaje para nosotros, para mí, y está por ahí, en el continente,
esperando.
El
cartero llega cada tercer día si las olas no son demasiado grandes
para su pequeño bote. Me pregunto si podría pedirle que se llevara
mi celular con él, para que pueda pescar mensajes en el aire y me
los traiga de vuelta.
¿Qué
tienes allí?, pregunta papá.
Oculto
el teléfono en mi bolsillo. Nada, digo.
Papá
tiene el brazo metido en la boca de una madriguera de conejos, hasta
sus hombros. Sus pies patean el pasto para equilibrarse mientras
sondea el hoyo con sus manos. Refunfuña de decepción cuando saca el
brazo. Dibujo una cruz en el mapa, como me han enseñado a hacer. El
año pasado había una marca aquí. Nos ha pasado lo mismo todo el
día.
El
primer año que papá me trajo aquí, cada madriguera tenía un nido
de frailecillos. Era demasiado joven entonces para sostener un mapa,
así que papá hacía todo, marcaba las posiciones, metía cada
polluelo en una bolsa de tela para que no se asustara mientras lo
pesaba, y luego le colocaba un anillo plano en la pierna, para
reconocerlo si lo volvía a ver.
Me
pregunto dónde están ahora todos esos anillos. Quizás en algún
lugar lejano hay un remolino que está succionándolo todo, todos los
pájaros y los peces y las llamadas telefónicas, se los está
llevando al fondo del océano, a otro mundo.
Entrada
la tarde vemos dos págalos grandes discutiendo por un polluelo de
aro albiblanco. Lo pinchaban con sus picos, que son gruesos y
oscuros, como armas medievales. El polluelo se ve diminuto junto a
los otros. Se queda viendo hacia el mar, como si fueran a irse si
pretende que no están allí.
Corro
hacia ellos. Puedo llegar allí a tiempo para espantar a los págalos,
pero el brazo de papá se me atraviesa. Así debe de ser, me dice. No
rescatamos a los gusanos de los mirlos.
Pero,
le digo, ¿por qué salvamos a los polluelos que se están ahogando y
no a estos?
Porque
los knuckle-fish son nuestra culpa, dice.
El
págalo, de las plumas ralladas, el que parece más viejo, resentido
por años de buscar comida en los océanos helados, le arrebata el
polluelo del pico al más joven. Lanza su cabeza hacia atrás, y con
un movimiento se traga el polluelo entero.
Donde
antes había tres seres vivos ahora hay dos. No queda nada del
polluelo salvo en mi memoria.
Preparo
la cena. Espagueti con salsa de queso de paquete. Al fondo de la
alacena hay una lata cuadrada y vieja de mostaza, y yo pico el polvo
amarillo compactado hasta que algunos trozos quedan libres. Los
remojo en la salsa, envenenando el vapor por un segundo.
Papá
está en el sofá ignorando la televisión. Sus calcetines apestan y
están sobre la mesa. Se masajea las cejas, que son tan gruesas que
raspan contra las uñas de sus dedos.
Me
imagino golpeándolo por la nuca con el sartén. La salsa de queso
escurriéndose sobre su cara. Me imagino golpeándolo en la boca. Me
lo imagino tan vívidamente que puedo sentir la forma de sus dientes
en mi puño.
Mezclas
de paquete, pies en la mesa. Estas son cosas que no existirían si
mamá estuviera aquí.
Cuando
me acuesto, dejo los platos sucios en el lavabo. Papá no se ha
movido.
De
noche, los petreles de la tormenta me mantienen despierto. Anidan en
lo profundo de las ruinas del viejo castillo. Durante siglos, la
gente pensó que esta isla estaba embrujada a causa de los horribles
lamentos. Sólo salen de noche, pequeños, como murciélagos, regando
terror en la cima de los riscos.
Papá
dice que probablemente las supersticiones acerca de la isla la
vuelven el lugar ideal para la vida salvaje. Los locales la dejan en
paz, y no la saquean por sus huevos, plumas y carne, como han hecho
con otras islas.
Aunque
sé que el sonido proviene de los pájaros, me cuesta trabajo tener
pensamientos felices.
Apenas
ha clareado y ya estamos afuera, dando pasos largos en la punta de
las rocas que siguen húmedas por la marea. Veo el polluelo de una
golondrina de mar, quieto sobre una roca con un knuckle-fish en
la garganta, mirando hacia el cielo. Quizás está esperando a que el
padre que lo alimentó regrese y se lo saque de nuevo.
Ése
te toca a ti, dice papá, y baja hacia otro polluelo que ha visto en
la playa.
¿Yo?,
digo, pero ya se ha ido.
Me
tomo mi tiempo para subir, con más cuidado del que necesito. Quiero
que papá termine pronto y venga a lidiar con éste. Pero aunque me
muevo como una tortuga, no ha terminado con el otro polluelo para
cuando llego al mío..
¿Qué
debo hacer?, grito. El polluelo retrocede al escuchar mi voz. Puedo
ver el gris de su piel debajo de la pelusa. Nunca lo había visto tan
de cerca.
Sólo
jálalo, grita papá. Está irritado. Quizás algo anda raro con su
polluelo.
Muevo
mis manos lento, con la esperanza de que el polluelo huya de mí,
pero no lo hace. He visto esto miles de veces. Mis dedos parecen
saber cómo atrapar y detener a los polluelos por sí mismos. Han
aprendido mientras yo observaba. La golondrina de mar es pequeña, y
huesuda debajo de la pelusa. ¿Cómo pudo haber creído su padre que
podía comerse este pez enorme? El knuckle-fish abre
grande la boca del pájaro. Me pregunto qué tan adentro está.
Quizás su pico está dentro del estómago del polluelo.
Trato
de murmurarle algo al polluelo, como hace papá, pero no hablo su
idioma. Con el talón de la mano, lo sostengo en mi rodilla,
apretando su cabeza con mis dedos. Doy un último vistazo alrededor.
Papá todavía está con el otro.
La
cola del knuckle-fish está fría y áspera entre
mis dedos. Comienzo a jalar. Sale toda la cabeza del polluelo, y hace
un ruido de alarma. Vuelvo a mirar al pez, y mi sangre se vuelve agua
de mar. Creo que está atorado, grito.
Bueno,
pues apresúrate, dice.
¡Pero
está atorado! Hazlo como te enseñé.
Quiero
que lo hagas tú. Sólo hazlo.
Una
gaviota enorme da vueltas sobre la cabeza del risco, luego se
balancea sobre la brisa, rasgando el cielo con la punta de sus alas
justo sobre mí. Sus gritos son prehistóricos.
Papá,
digo, las púas están atoradas. Creo que no ha entendido.
Uno
rápido… dice, y hace un gesto con sus manos —sus dos puños
juntos, luego separándose de golpe—. Lo he visto hacerlo mil
veces. No hay duda. Esto es lo que espera de mí.
¿Puedes
venir y hacerlo tú?
Está
sufriendo mientras te quejas, dice.
El
polluelo de papá ahora es libre y corrió a buscar refugio.
Trato
una vez más de jalar el pez, pero el polluelo chilla cuando las púas
tiran dentro de su garganta. Mi corazón palpita. Papá está al
fondo del precipicio con las manos en las caderas.
Sólo
sostengo al polluelo, su cabeza con una mano, sus patas en la otra.
Espero que mis manos lo hagan por sí mismas, que acaben con el
pájaro de la misma forma en que lo atraparon, sin que tenga que
pensar al respecto. Pero mis manos esperan mi instrucción. Yo sólo
me siento en la roca húmeda y me rehúso a moverme, el viento se
enreda bajo mi capucha.
Y
entonces papá está allí, justo atrás de mí. Por dios, dice. Toma
las patas del pájaro de mi mano. No lo sueltes, le dice. Aprieto la
cabeza del pájaro más fuerte y es difícil sostenerla cuando él le
jala las patas. Un jalón duro, y se acaba antes de que entienda qué
está pasando.
Papá
abre la bolsa. Mételo, dice.
El
pájaro se ha encogido entre mis dedos. Lo pongo al fondo de la
bolsa, y mi mano sale oliendo miserable.
Sigamos,
dice papá.
El
espacio vacío que dejamos en el risco es como el sonido que hace una
puerta después de cerrarse.
En
navidad, cuando era niño, solíamos jugar un juego en el que mamá
sacaba un objeto del cuarto mientras yo esperaba afuera. Cuando
volvía, siempre encontraba el espacio vacío, sin importar qué tan
pequeño fuera, en unos segundos. Inclusive cuando no podía nombrar
todos los objetos en el cuarto, era experto en encontrar el espacio
que dejaba algo que se había ido.
Papá
no se acuerda de este juego. Tienes un cerebro extraño, dice. Su
mente es un bolsillo con un agujero al fondo.
Ya
quiero irme a casa. Pero sé que uno de estos espacios vacíos está
allí esperándome. La única cosa que hacía soportable todo esto no
está allí.
Mis
botas rechinan el frío cuando me levanto. Reviso otra vez mi
teléfono, pero no hay mensajes. Papá comienza a bajar del risco, de
vuelta al camino, y yo lo sigo.
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