Enrique Jardiel Poncela
(Madrid, 1901 - 1952) Dramaturgo y novelista español.
Partió de una literatura de raíces vanguardistas, y fue el renovador de
la comedia y la narración humorística. Se dio a conocer a través de
colaboraciones en la revista La correspondencia de España y en
diversos diarios. Su obra, de profunda inspiración vanguardista, supone
una nueva orientación del teatro de humor, de la que también son
representantes autores como Antonio de Lara «Tono», Edgar Neville y José López Rubio.
Antes de la Guerra Civil estrenó, entre otras piezas, Usted tiene ojos de mujer fatal (1933), Angelina o el honor de un brigadier (1934), Un adulterio decente (1935) y Cuatro corazones con freno y marcha atrás (1936), en las que a través de una comicidad desorbitada buscaba la sorpresa y el desconcierto del público.
En sus novelas de esta etapa empleó como recurso
primordial la caricatura de personajes y ambientes, así como un lenguaje
certero y brillante en el que se aprecia el magisterio de Ramón Gómez de la Serna. Así se comprueba en Amor se escribe sin hache (1929), Espérame en Siberia, vida mía (1930) Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes? (1931) y La tournée de Dios (1932).
Su propósito fue desterrar al olvido el
anticuado humorismo costumbrista hispánico, y aprovechar las infinitas
posibilidades de lo inverosímil y lo fantástico. Por ello, no es de
extrañar que sus estrenos desencadenasen grandes polémicas y que la
crítica, en su mayor parte adversa, le reprochase sus apresurados
desenlaces, en los que se veía obligado a hacer creíbles los brillantes y
desquiciados planteamientos previos.
En la posguerra continuó escribiendo comedias con el
mismo tratamiento paródico, cercano a la farsa, traspasado a veces por
un amargo escepticismo, fruto de su temperamento pesimista. Entre los
títulos de este período destacaron Un marido de ida y vuelta (1939), Eloísa está debajo de un almendro (1940), Los ladrones somos gente honrada (1941), Los habitantes de la casa deshabitada (1942) y El sexo débil ha hecho gimnasia (1946). Sus Obras completas vieron la luz en 1958, y en 1977 apareció la mayor parte de su Obra inédita.
El chofer nuevo (sin la letra “a”)
Nota: Narración escrita por el autor sin utilizar la letra “a”.
Siempre que el chófer nuevo puso en movimiento el motor de mi coche ejecutó sorprendentes ejercicios llenos de riesgos y sembró el terror en todos los sitios: destrozó los vidrios de infinitos comercios, derribó postes telefónicos y luminosos, hizo cisco trescientos coches del servicio público, pulverizó los esqueletos de miles de individuos, suprimiéndoles del mundo de los vivos, en oposición con sus evidentes deseos de seguir existiendo; quitó de en medio todo lo que se le puso enfrente; hendió, rompió, deshizo, destruyó; encogió mi espíritu, superexcitó mis nervios… pero me divirtió de un modo indecible, porque no fue un chófer, no; fue un simún rugiente.
¿Por qué este furor, este estropicio continuo? ¿Por qué si dominó el coche como no lo hizo ningún chófer de los que tuve después? Hice lo posible por conocer el misterio:
—Es preciso que expliques lo que te ocurre. Muchos infelices muertos por nuestro coche piden un desquite… ¡Que yo mire en lo profundo de tus ojos! ¿Por qué persistes en ese feroz proceder, en ese cruel ejercicio?
Inspeccionó el horizonte, medio sumido en el crepúsculo, y moderó el correr del coche. Luego hizo un gesto triste.
—No soy cruel ni feroz, señor —susurró dulcemente—. Destrozo y destruyo y rompo y siembro el terror… de un modo instintivo.
—¡De un modo instintivo! ¿Eres entonces un enfermo?
—No. Pero me ocurre, señor, que he sido muchísimo tiempo chófer de bomberos. Un chófer de bomberos es siempre el dueño del sitio por donde se mete. Todo el mundo le permite correr; no se le detiene; el sonido estridente e inconfundible del coche de los bomberos, de esos héroes con cinturón, es suficiente y el chófer de bomberos corre, corre, corre… ¡Qué vértigo divino!
Concluyó diciendo:
—Y mi defecto es que me creo que siempre voy conduciendo el coche de los bomberos. Y como esto no es cierto, y como hoy no soy, señor, el dueño del sitio por donde me meto, pues, ¡pulverizo todo lo que pesco!…
Y prorrumpió en sollozos.
FIN
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