Cesare Pavese
(San
Stefano Belbo, 1908 - Turín, 1950) Escritor italiano. Su infancia y
su juventud transcurrieron en Turín, donde se graduó en Letras con
una tesis sobre Walt
Whitman. Su carácter tímido, los desengaños amorosos y las
sucesivas crisis vitales, de orden religioso y político (en un
principio vinculado al fascismo, posteriormente fue miembro del
partido comunista), lo llevaron hasta un aislamiento que culminó en
suicidio.
Su vida pública y
literaria está relacionada con su actividad en la editorial turinesa
Einaudi, de la que fue lector y consejero. Cesare Pavese perteneció
a la generación neorrealista italiana y contribuyó a la difusión
de los novelistas norteamericanos tanto a través de sus traducciones
de Herman
Melville, John
Dos Passos, William
Faulkner, John
Steinbeck, Gertrude
Stein (tradujo a James
Joyce) como por su colaboración en la antología Americana
(1942), junto con Elio
Vittorini. Asimismo, sistematizó sus conocimientos sobre
literatura estadounidense en La
literatura americana y otros ensayos
(1951).
Cesare Pavese
inició su obra de escritor con la publicación del poemario Trabajar
cansa (1936), con el que se opuso a la poesía hermética
italiana. Su obra narrativa, de un lúcido realismo, plasma el mundo
rural y la vida social contemporánea (Allá en tu aldea,
1941; La playa, 1942; La cárcel, 1938-1939, publicado
en 1949; Antes de que el gallo cante, 1949; El bello
verano, 1949; Entre mujeres solas, 1949; El diablo en
las colinas, 1949; La luna y las fogatas, 1950). Su diario
El oficio de vivir (1952) es un extraordinario testimonio
sobre la vida y el oficio de un escritor.
Viejo oficio
En aquellos tiempos
estaba ocupadísimo y vivía con los carreteros. La cabeza me resuena
aún con las gruesas voces de mando y el chirrido de los frenos.
Nuestro punto de reunión estaba en el patio, bajo el zaguán de
cierta ventana que, las noches de partida, era un antro de faroles y
de voces iracundas como latigazos. Criadas y mozos que nos daban la
salida ansiaban vernos en camino, porque entonces podrían pararse en
el umbral a respirar: el restallido de nuestras trallas era su
liberación.
También para
nosotros el latigazo largo, asestado fuera del zaguán al flanco de
los caballos, era la señal de que comenzaban la conducción y la
noche. Con las primeras sombras nos hacíamos compañía, si había
estrellas, de dos en dos o de tres en tres por el arcén de la
carretera, sin perder de vista al caballo de cabeza y las
bifurcaciones, porque la caravana marcha como un tren y todo estriba
en que esté bien encaminada. Después empezaban a rezagarse los más
viejos y a montar en los distintos carros; nosotros, los jóvenes,
siempre teníamos alguna conversación que terminar y un último
pitillo que pedir.
Pero también al
final saltábamos sobre los sacos y comenzaba el duermevela.
Cuántas noches
pasé así acurrucado sobre los sacos, bamboleándose ante mis ojos
el farol que en el sopor no distinguía ya si iba colgado del carro
anterior o si acaso era el mío. Uno se sentía transportar, sentía
todo el carro y el caballo moverse y estirarse debajo; ciertos tramos
de la carretera los reconocía por los tumbos. Según que el carro
pasase bajo una ladera, o entre un campo delante de un porche, de una
tapia, o sobre un puente, el eco del estrépito de las ruedas
variaba: era una voz que hacía más compañía que los cascabeles
que los caballos agitaban meneando la cabeza. Era una voz que, apenas
el frío del alba nos despertaba, volvía a dejarse oír incesante,
mudada según el camino recorrido, y antes aún de que un vistazo al
campo o a las casas nos dijese dónde estábamos nos sosegaba con su
monotonía. Tumbado sobre los sacos, cada uno de nosotros escuchaba
solo su carro pero adivinaba en los diversos chirridos que lo
acompañaban la presencia de otros, y en ciertos momentos que en el
campo todo callaba, uno alzaba la cabeza del saco y quedaba en
suspenso hasta que veía un farol bambolearse a ras del suelo, o un
tintineo y el estrépito de las otras ruedas sobre el polvo llegaba a
tranquilizarlo.
Con tanto camino
como hice en aquellos años, dormí casi siempre. Dormí de noche y
dormí de día, bajo el sol, bajo la lluvia, aovillado o sentado. Los
viejos conductores dicen que de joven se duerme muy a gusto en el
carro porque uno es fuerte y sano y cede al sueño. A mí me gustaba
viajar en caravana porque siempre había algún viejo que velaba y se
ocupaba de la ruta. ¿Había algo más hermoso que despertar antes
del día a la vista de un poblado sin tener tiempo ni para estirarse,
y ya los carros se paraban y bajábamos a tomar un trago y comer un
bocado? Mientras tanto estaba clareando, y en la posada parecían
saberlo: abrían de par en par los postigos de madera y se asomaban
las mujeres, desperezándose y llamando a los mozos. Según quienes
fuéramos en la conducción, nos sentábamos todos a una gran mesa o
se cargaba de ajo o de anchoas la hogaza y nos íbamos enseguida. Lo
uno y lo otro tenían su gracia. Pero está claro que detenerse era
mejor; tanto más cuanto que delante de la posada nos esperaban otros
carros que ya habían mandado encender el fuego. Entonces se comía
fuerte, sentados en torno a la mesa, echando cada cual su cuarto a
espadas; se hacían paradas de media hora, íbamos y veníamos por el
patio a dar el heno y a abrevar; las mozas de la posada venían al
peldaño a contarnos cosas. Entonces sí que daba gusto haber
dormido: entraban ganas de cantar (los otros cantan de noche,
nosotros cantábamos por la mañana).
Los viejos dicen
que todo gusta en aquellos años porque se es joven, pero yo, que he
hecho bastantes oficios, estoy seguro de que nada es más hermoso que
una conducción bien pagada. Las carreteras, las posadas, los
caballos y el campo parecían colocados allí solo para nosotros.
Aquel comer apenas rayaba el día, antes de que los demás estuvieran
en pie, tras una noche de camino, era una gran cosa, y ahora que ya
no llevo esa vida se necesita mucho más que el canto del gallo para
que me levante con tanta ansia de comer, de andar y de charlar como
tenía entonces. Es cierto que ahora peino canas, pero si el mundo
fuera el de antaño y yo pudiera disponer de mí, sabría a qué
carro montar y llegar despuntando el día a la posada, despertarlos a
todos y hacer una parada. Si hay todavía posadas y paradas.
Pero ya deben de
haber muerto incluso los caballos. Hace tiempo que no veo por los
caminos los tiros reforzados de antaño. Ahora, por la noche, cuando
tampoco yo cojo el sueño, puedo aguzar el oído cuanto quiera, y sin
embargo nunca me ocurre oír rodar una conducción y aproximarse los
caballos y gritar a un carretero. Ahora de noche se oyen pasar los
automóviles, y las mercancías las expiden por tren: llegarán más
pronto, pero ya no es un oficio. Acabará por crecer la hierba en los
caminos, y las posadas cerrarán.
FIN
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