Ignacio Padilla
(Ciudad de México, 1968 - Querétaro, 2016) está
considerado uno de los máximos exponentes de la llamada Generación
del Crack y fue uno de los impulsores en 1996 de su Manifiesto junto
con Jorge Volpi, Eloy Urroz, Miguel Angel Palou y Ricardo Chávez.
Cursó
estudios en Comunicación en la Universidad Iberoamericana,
posteriormente en Literatura inglesa en la Universidad de Edimburgo y
se doctoró en Literatura Española e Hispanoamericana en la
Universidad de Salamanca con un estudio sobre Miguel de Cervantes.
Fue
agregado cultural de la Embajada de México en la Gran Bretaña
(2001-2003); publicó entonces Crónicas
africanas, una serie de artículos
sobre su experiencia de dos años en la preparatoria en Swazilandia,
viaje que incluso llevó al autor a convertirse en reo de muerte,
acusado de ser uno de los terroristas que habían explotado una bomba
en Zambia.
También
ha colaborado en varias revistas literarias como “Lateral” “Letra
Internacional” o “Quimera” entre otras. Su narrativa ha
cosechado una docena de premios nacionales e internacionales, y ha
sido traducida a más de quince idiomas. Entre sus libros destacan
las colecciones de relatos Subterráneos (1990) y Las
antípodas y el siglo (2001), las novelas Si volviesen Sus
Majestades (1996), Amphitryon (Premio Primavera de Novela
2000) y Espiral de artillería (2003).. Es también autor de
varias novelas para niños y del ensayo El diablo y Cervantes
(2005).
Ejerció
como de profesor en la Universidad Iberoamericana y obtuvo el III
Premio Iberoamericano de Ensayo y Debate-Casa de América 2010 con la
obra La isla de las tribus perdidas.
Ignacio
Padilla falleció por complicaciones debido a un accidente
automovilístico ocurrido a las 12.30 de la madrugada. Fue sepultado
en el Panteón Francés de San Fernando en la Ciudad de México el 21
de agosto de 2016.
Premios
1989.-
Premio Nacional de las Juventudes Alfonso Reyes
1994.- Premio Kalpa de Ciencia Ficción
1994.- Premio Kalpa de Ciencia Ficción
1994.-
Premio Juan de la Cabada
1994.-
Premio Nacional Juan Rulfo para Primera Novela
1994..-
Premio Bellas Artes de Ensayo Literario Malcolm Lowry
1999.-
Premio Gilberto Owen
1999.-
Premio Nacional de Ensayo José Revueltas
2000.-
Premio Primavera de Novela
2007.-
Premio Mazatlán de Literatura
2008.-
Premio Nacional de Dramaturgia
2008.-
Premio Nacional Luis Cardoza y Aragón para Crítica de Artes
Plásticas
2008.-
Premio Nacional de Obra para Teatro para Niños
2008.-
Premio Juan Rulfo de Cuento de Radio Francia Internacional
2008.-
Premio Málaga Ensayo
2009.-
Premio Nacional de Ensayo Estación Palabra Gabriel García Márquez
2010.-
III Premio Iberoamericano de Ensayo y Debate-Casa de América
Trampantojo
No
confío en el tal Pankovsky. Supongo que estamos a mano: él tampoco
confía en mí. Ese tipo va diciendo por ahí que le asusta mi
estilo. Francamente, me da igual. Nunca pretendí tener estilo. Como
sea, nada lograré con desconfiar de él. Tampoco lograré gran cosa
con decírselo al teniente Buonano: de cualquier modo ese Pankovsky
seguirá a mi lado hasta que sea demasiado tarde. Quiero decir:
demasiado tarde para él. Debo asumir que el teniente Buonano no hará
nada al respecto: dice que, de cualquier modo, yo no confío en nadie
ni lograré que nunca nadie confíe en mí. Dice también que
Pankovsky es demasiado joven para entender mi estilo, o para el caso,
el estilo de cualquiera de los veteranos. La verdad, a mí me parece
que, aunque fuera un octogenario, Pankovsky no entendería una
mierda. Hay gente así en todos los oficios. El problema es que en
este oficio particular los Pankovsky del mundo rara vez llegan a
viejos: su candor los entumece, las manos les sudan, titubean a la
hora de disparar. Y todo eso acaba por matarlos. Luego, encima, le
piden a uno que se haga cargo de los funerales. Hay que armar un
papeleo de mil diablos y enfrentar el dolor de una madre que rara vez
es bella o tolerante. Ésas son las peores: nos miran a los veteranos
como si tuviéramos la culpa de la muerte de sus pimpollos, nos
reclaman no haber sabido proteger al fruto de sus entrañas, nos
aborrecen como si hubiésemos conducido a la muerte a aquel muchacho,
ay, dicen, tan bueno que era, y que tenía tanto futuro. Entiéndanlo
de una vez, señoras: hombres como sus Pankovsky no tienen futuro en
este oficio, no pueden tenerlo.
Algo
me consuela saber que el recelo de Pankovsky apenas puede dañarme..
Su desconfianza me atormenta menos que la desconfianza que yo estoy
obligado a mostrarle. El otro día el teniente Buonano me salió con
el cuento ése de que se supone que un colega está ahí para
cuidarte las espaldas. Cierto, le dije, se supone que así es, pero
vamos, teniente, si le confiara mis espaldas a Pankovsky tampoco yo
tendría futuro, ¿o sí? El teniente Buonano tendría que ver ahora
mismo a su querido Pankovsky. Si estuviera aquí podría ver cómo le
sudan las manos al muchacho. Sí, apostaría que le sudan las manos
como a un condenado a muerte. Eso me enfada, desde luego, siempre me
ha enfadado. Profundamente.. Camino acá Pankovsky me ha preguntado
qué se nos ha perdido en el domicilio particular de un Juez de
Distrito. No he querido responderle. Luego el muy bestia inquirió si
no tendríamos que contar con una orden de registro para ingresar en
el departamento. Le he dicho que no suelo responder a preguntas
zafias. Si acaso, habría debido responderle con otra pregunta,
tendría que haberle preguntado: Dígame,Pankovsky, ¿con qué cargos
podríamos haber solicitado una orden de registro para entrar
legalmente en casa de un Juez de Distrito? No pregunté eso, preferí
decirle: ¿Quién cree usted, Pankovsky, que emite las órdenes de
registro? Pankovsky se lo pensó. No le di tiempo para responderme:
Pues los Jueces de Distrito, sentencié. Ni más ni menos, muchacho..
Llegados
acá, las cosas no han mejorado. A Pankovsky todavía le sudan las
manos. Parece que le roba el alma la facilidad con la que hemos
forzado los cerrojos del departamento del Juez de Distrito. Desde su
puesto de observación junto a la puerta, Pankovsky mira la cerradura
como si fuera un animal ponzoñoso. En algún momento me propuso
cerrar el departamento mientras buscábamos lo que sea que hemos
venido a buscar. No sea imbécil, le he dicho. Vigile usted,
Pankovsky, y déjeme hacer mi trabajo.
El
departamento se encuentra en el cuarto piso de un lujoso edificio en
el centro de la ciudad. Es un edificio antiguo, seguramente
construido a la vuelta del siglo. Tiene un frente de cantera amarilla
similar a la del Palacio de la Asamblea. No bien entramos en el
edificio, Pankovsky se dirigió apresuradamente al ascensor. Lo
detuve y le informé que antes que cualquier cosa vamos a saludar al
portero. ¿Cómo? ¿Al portero?, inquirió asombrado Pankovsky, y
agregó que, si lo saludábamos, el portero le avisaría al juez que
habíamos venido a inspeccionar su departamento. De eso se trata,
Pankovsky, le dije. Pero, señor, insistió él, el Juez de Distrito
nos denunciará por allanamiento de morada. No, le dije, si tenemos
suerte, el juez hará cualquier cosa menos denunciarnos por
allanamiento de su puta madre. Esto dicho saludé al portero con
familiaridad. Pankovsky calló, sudó y obedeció. Volvimos al
ascensor.
El
departamento es amplio, ofensivamente amplio. Me sorprende no
hallarlo tan ordenado como esperaba. Algo aquí no encaja con la
imagen que me he ido haciendo de su dueño a lo largo de las últimas
semanas. Quizás el Juez de Distrito se ha vuelto descuidado. Me
consuela ver su dejadez como señal de que mis sospechas no son del
todo infundadas. Desde los ventanales se ve la ciudad, el boulevard
de las jacarandas, el borde del Canal Mayor, las esclusas. En el
estudio hay un imponente escritorio de caoba. Dos libreros
abarrotados. Sillones de piel. Me acerco a uno de los libreros, leo
los títulos mientras Pankovsky sigue sudando como un condenado en la
puerta principal, y observando la cerradura como si se tratara de un
escorpión. Reconozco obras de Foucault y de Beccaria, un ejemplar
raído de El extranjero, una edición francesa de El conde de
Montecristo. No está mal para un simple Juez de Distrito. Me acerco
al escritorio, que está sucio, quiero decir, no lo han sacudido en
varios días. Sobre el escritorio descansa un lujoso juego de plumas,
un abrecartas dorado, papelería fina que contrasta con un vulgar
cuadernillo de hojas desprendibles en las que puede verse el sello de
agua de una tienda departamental. Las hojas finas están intactas.
Las del cuadernillo, en cambio, están salpicadas de notas. En una de
ellas se lee: Confrontar Expediente de C, y después una frase
escrita y tachada luego con bolígrafo azul. De la frase suprimida
sólo se distingue con claridad la palabra decano y después otra que
podría ser discípulo o escrúpulo. En la última hoja hay varios
círculos que recuerdan los ejercicios caligráficos de un niño
pequeño y otras figuras dispersas que sugieren una meditación entre
apresurada e iracunda.
Abro
el cajón superior del escritorio. ¿Encontró algo?, clama de pronto
una voz desde la puerta del departamento. Mierda, es Pankovsky. Lo
había olvidado por completo. Parece que el cretino se ha relajado,
sólo falta que ahora se ponga a silbar. Intento ignorarlo, vuelvo a
mi búsqueda. En el cajón hay algunos recortes de periódico, nada
que pueda servirme, y una lata de tabaco y un tubo con aspirinas.
¿Tardará mucho, señor?, insiste el mentecato de Pankovsky. Abro el
cajón inferior. Bajo un par de carpetas reconozco los bordes de una
pequeña caja de cartón marcada con el sello de la Penitenciaría
Estatal. No necesito leer la etiqueta en la tapa para saber cómo
llegó hasta allí ni qué contiene: yo mismo se la entregué hace
unos días al Juez de Distrito. Ya sé que de eso suelen encargarse
los custodios del presidio. Pero el teniente Buonano me debe un par
de favores y no ha tenido más remedio que autorizarme a entregar la
caja al Juez de Distrito en persona. Nadie mejor que el teniente
Buonano puede entender mis razones: me conoce desde la academia y
sabe cuánto necesitaba yo verle la cara al juez, por qué necesitaba
enfrentarlo, descifrar sus facciones después de tantos días de
escrutarlas sólo en fotografías, una sola vez en televisión. De
cualquier modo el teniente Buonano procuró disuadirme con la escasa
convicción de quien sólo hace su trabajo o procura defender su
puesto de las obsesiones y fantasmas de sus subordinados. ¿Por qué
no lo deja ya?, me preguntó el teniente aquella tarde en su oficina.
El caso está cerrado, añadió. Me encogí de hombros. Cierto, el
caso estaba oficialmente cerrado, pero a mí todavía me quedaba algo
por hacer. No tenga apuro, teniente, le dije, es sólo que necesito
entender algunas cosas. El teniente Buonano me entregó de mala gana
la autorización para obtener la caja de cartón. ¿Entender?, bufó.
Vaya, pues, dijo. Sólo recuerde que se trata de un Juez de Distrito.
Lo sé, teniente, respondí. Un Juez de Distrito, vaya cosa.
La
caja de cartón está intacta. Tiene todavía la cinta con que la
cerraron los custodios de la penitenciaria después de inventariar su
contenido. Probablemente el Juez de Distrito la metió en la gaveta
de su escritorio sin siquiera mirarla, como si guardarla fuese un
modo de olvidar lo que guardaba. Supongo que en cualquier otro caso
aquel acto de rechazo o postergación habría tenido que
sorprenderme. No esta vez: desde el día en que le entregué la caja,
intuí que el juez no iba a abrirla. No es el tipo de hombre que se
entregue sin más a las tentaciones de la nostalgia, menos aún a la
culpa. Su estirpe es otra. Éste es un hombre cerebral, hermético
como la caja misma. Nadie que mire y se vista de ese modo querría
ahogarse en la congoja del pasado. Nadie capaz de anudarse de ese
modo la corbata estaría dispuesto a vulnerarse ni a mezclarse con la
ordinaria hueste de padres, esposas o hermanos que abren enseguida
las cajas del presidio y extraen llorosos los objetos que antes
pertenecieron a sus muertos de ahora: el reloj sin batería, la
cartera con billetes que podrían haber salido ya de circulación, el
recibo de un boleto de viaje redondo cuya vuelta jamás fue
utilizada, las cerillas del motel donde se perpetró el crimen. No es
muy distinto el contenido de la caja que tengo frente a mí. Podría
enunciarlo ahora mismo. Lo recuerdo tan claramente como recuerdo el
rostro del Juez de Distrito cuando se la entregué. Pensé que me
despediría con gesto displicente. No fue así. Iba a pedirle al juez
que firmase el recibo por la caja cuando me atajó: Usted no viene
del presidio, dijo. Asentí, no hacía falta más. Acto seguido el
Juez de Distrito me preguntó por qué me habían enviado a mí a
entregarle las cosas que pertenecieran a su hermano. Pedí que me
dejaran hacerlo, respondí. Conocí bien a su hermano, señoría,
estuve a cargo de la investigación de su caso, dije. Esta vez fue él
quien asintió. Al cabo de un breve silencio me dijo sin mucha
convicción: No entiendo por qué insisten ustedes en investigar el
caso de mi hermano, él lo confesó todo desde un principio, dijo. Le
expliqué que era precisamente eso lo que me inquietaba: el caso
había sido tan sencillo que no podía ser cierto. En varias
ocasiones, le dije, pude hablar con el recluso y estaba convencido de
que había pagado las faltas de otra persona. Con todo respeto,
señoría, un hombre como su hermano era incapaz de cometer un
crimen. No le recordé que aquel pobre se había entregado sin
dudarlo a la justicia y había confesado los detalles de su crimen
con una precisión que desentonaba con su natural taimado y elusivo.
En mi vida he visto muchos asesinos, señoría, y su hermano no era
uno de ellos, le dije al Juez de Distrito. No podía serlo, señoría.
Añadí a esto que el suicidio de su hermano en la cárcel me parecía
menos una revelación de su aptitud para la violencia que la
confirmación de su incapacidad para arrancar otra vida que no fuera
la suya. El juez no parecía demasiado preocupado por lo que estaba
escuchando. ¿Qué más da?, suspiró al fin. En ese momento me
habría gustado decirle muchas cosas al Juez de Distrito, pero me
limité a preguntarle si sabía que su hermano padecía una
enfermedad terminal cuando lo encarcelaron, por lo que de cualquier
modo habría muerto al cabo de unos meses en prisión. El Juez de
Distrito respondió que lo sabía. ¿Y lo sabía su hermano?,
pregunté. Sí, dijo él extendiéndome la mano, también él lo
sabía. Eso fue todo.
Desde
entonces no he dejado de sentir la mano helada del Juez de Distrito
al estrechar la mía. No he dejado de ver sus ojos, tan fríos como
su mano. He revisado hasta el cansancio el expediente de su hermano,
he estudiado las fotografías del cadáver, su mirada de último
momento, no endurecida por el odio sino suavizada por una suerte de
beatitud por el deber cumplido. Por más que lo intento no consigo
imaginar a ese desgraciado cometiendo el crimen que él mismo
describió con inadmisible lujo de detalles al entregarse.. Contra
los hechos y las palabras, sólo puedo ver a ese pobre diablo
sometido, sujeto a la voluntad y al destino de otros. Así como hay
Pankovskys destinados al fracaso, hay otros a quienes la vida sólo
deja el talento para ser víctimas o sucedáneos, hombres cuya
voluntad sólo puede manifestarse en el propio sacrificio en aras de
alguien más. A éste no lo veo dispuesto ni capaz de meterse en un
confesionario y disparar a sangre fría sobre el cuerpo indefenso de
un anciano sacerdote, como dijo que había hecho. No lo concibo
caminando tan tranquilo por la calle para entregarse a la policía.
No puedo. Este crimen sólo pudo perpetrarlo una estatua de hielo,
alguien con manos y mirada de hielo. Por eso insistí en ver al Juez
de Distrito aquella tarde. Por eso estreché aquel día su mano, y
por eso estoy aquí ahora.
Aparto
la caja y busco a Pankovsky, o mejor dicho, el reflejo de Pankovsky
en el espejo del ropero. Se ha sentado en un sillón, cabecea. Cierro
de golpe los cajones del escritorio. Pankovsky se sobresalta, pasea
la mirada entre la puerta y el estudio. ¿Encontró la prueba,
señor?, me pregunta al fin. No diré nada, no vale la pena. ¿Cómo
explicarle que en este oficio a veces no se buscan sólo pruebas para
incriminar o capturar o exonerar? Cuando un caso se ha cerrado,
algunos permanecemos condenados a seguir buscando aunque no quede más
que hacer. Ésa es nuestra maldición: necesitar antes una señal que
una prueba, buscar un signo que nos permita entender por qué se ha
cometido un crimen, y por qué unos han pagado gustosos por el crimen
de otros. ¿Cómo decirle a alguien como Pankovsky que si no hallamos
esa señal se nos envenena la existencia? Ahora estoy a punto de
darme por vencido. Sé que estoy cerca de lo que he buscado en estos
días, pero no lo alcanzo. Veo venir la resignación, y le temo. Un
poco más, me digo. Entonces lo encuentro: al alzar la vista ha
llamado mi atención que no haya cuadros en las paredes. Sólo hay
uno, muy pequeño, en el pasillo que une el estudio con el recibidor.
Más que un cuadro, es la hoja enmarcada de un anuario donde se ve un
grupo de muchachos en una escena escolar. Los muchachos sonríen
cobijados por un joven sacerdote.. Entre los muchachos reconozco a
uno cuyos rasgos me resultan familiares, pero no sabría decir si se
trata del Juez de Distrito o de su hermano. Ya está, le grito
entonces a Pankovsky. Vámonos.
Bajamos.
El portero nos despide con una inclinación de cabeza. Pankovsky
todavía le rehúye la mirada. Cruzamos la plaza y tomamos el
boulevard de las jacarandas. Damos vuelta sin motivo en una calle muy
estrecha que seguramente nos conducirá a algún cafetín mal
iluminado. ¿Qué fue lo que encontró, señor?, me pregunta
nuevamente Pankovsky. Lo que buscaba, respondo. Pankovsky titubea.
Siento un poco de lástima por él, un lío de lástima y desprecio.
No sé cuál de esos dos sentimientos me lleva a decirle:
Evidentemente, Pankovsky, por si le interesa saberlo, el Juez de
Distrito mató a ese cura hijueputa. Pankovsky se sorprende,
palidece, me pregunta cómo lo sé. Le respondo que lo sé porque yo
también estudié en un colegio de curas, nada más. ¿Y ahora qué
hacemos, señor?, me pregunta Pankovsky debatiéndose contra su
propia resignación. Nada, respondo, no haremos absolutamente nada,
se ha hecho justicia y ya está. Luego, sin más, nos adentramos en
la calle, y siento que de pronto yo también me adentro en los
oscuros pasillos del colegio de mi infancia, atemorizado, convocado
sin razón aparente a la prefectura, cuando también a mí me sudaban
las manos pero era todavía demasiado ingenuo y estaba demasiado solo
como para disparar a tiempo y fraguarme algún futuro.
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