Sergio Pitol Deméneghi (Puebla (México), 18 de marzo de 1933 - Xalapa (México), 12 de abril de 2018). Narrador, ensayista y traductor mexicano.
Estudia Derecho y Letras en la Universidad Nacional Autónoma de México. A partir de 1960 vive en varios países europeos y es embajador de México en Checoslovaquia. Posteriormente trabaja como editor y colabora en numerosos suplementos culturales de México y el extranjero.
Sus novelas son ejercicios de estilo que, mediante un humor refinado y mordaz, ofrecen una mirada desencantada de la realidad. Merece mencionarse en este terreno su Trilogía del carnaval, formada por El desfile del amor (1984), Domar a la divina garza (1988) y La vida conyugal (1991). De sus volúmenes de cuentos destaca Nocturno de Bujara (1982), con el cual obtiene el premio Xavier Villaurrutia. Compagina la escritura con la traducción al español de autores ingleses, checos, alemanes y rusos.
Sus cuentos y novelas, influidos por Henry James en los recursos estructurales, se alejan de las tendencias literarias predominantes en las letras hispanoamericanas de su generación y destacan por su caracter erudito e irónico.
En 2005 recibe el Premio Cervantes por toda su trayectoria y el 10 de febrero de 2006, con el nombre de Sergio Pitol, es inaugurada la Biblioteca del Instituto Cervantes en Sofía.
10 datos para conocer al autor mexicano
Nació en Puebla el 18 de marzo de 1933, pero desde 1993 vive en el Centro Histórico de Xalapa, por lo que ya es un "veracruzano" ilustre.
-Tradujo al español más de 40 obras de la literatura polaca, rusa, inglesa, francesa, italiana y china.
- Entre los autores que tradujo destacan Henry James, Jane Austen, Joseph Conrad, Robert Graves, Witold Gombrowicz y Tibor Déry.
- Su obra ha
sido traducida a cerca de 30 idiomas, lo que lo ha convertido en uno de
los escritores mexicanos más traducidos en la última década.
- En 2005 recibió el Premio Cervantes, máximo reconocimiento de la literatura en español.
-También fue
reconocido con el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan
Rulfo 1999, el Premio Nacional de Ciencias y Artes 1993, el Premio
Herralde de Novela en 1984, el Premio Xavier Villaurrutia 1981.
- "Domar a la
divina garza", "El arte de la fuga", "El desfile del amor" y "El mago de
Viena" son alguna de sus principales obras.
- "El desfile
del amor" fue elegida por la revista "Nexos", en 2007, como una de las
mejores novelas mexicanas en los últimos 30 años.
- Además de ser cuentista, novelista, ensayista, editor y traductor, Sergio Pitol se
ha desempeñado como diplomático en las embajadas de Varsovia, Budapest y
Moscú, como embajador de México en la ya desaparecida Checoslovaquia y
como agregado cultural en París.
- "Mi
literatura está fundamentalmente tejida de recuerdos. No es una virtud:
es una deformación. Mi proceso creativo está muy ligado a la atención
que le presto a las evocaciones. Busco el pasado y lo alimento", declaró
sobre su obra.
(Fuente: El Universal de México, GDA)
Victorio Ferri cuenta un cuento
Para Carlos Monsiváis
Sé que me llamo Victorio. Sé que creen que estoy
loco (versión cuya insensatez a veces me enfurece, otras tan solo me
divierte). Sé que soy diferente a los demás, pero también mi
padre, mi hermana, mi primo José y hasta Jesusa, son distintos, y a
nadie se le ocurre pensar que están locos; cosas peores se dicen de
ellos. Sé que en nada nos parecemos al resto de la gente y que
tampoco entre nosotros existe la menor semejanza. He oído comentar
que mi padre es el demonio y aunque hasta ahora jamás haya llegado a
descubrirle un signo externo que lo identifique como tal, mi
convicción de que es quien es se ha vuelto indestructible. No
obstante que en ocasiones me enorgullece, en general ni me place ni
me amedrenta el hecho de formar parte de la progenie del maligno.
Cuando un peón se atreve a hablar de mi familia
dice que nuestra casa es el infierno. Antes de oír por primera vez
esa aseveración yo imaginaba que la morada de los diablos debía ser
distinta (pensaba, es claro, en las tradicionales llamas), pero
cambié de opinión y di crédito a sus palabras, cuando luego de un
arduo y doloroso meditar se me vino a la cabeza que ninguna de las
casas que conozco se parece a la nuestra. No habita el mal en ellas y
en esta sí.
La perversidad de mi padre de tanto prodigarse me
fatiga; le he visto el placer en los ojos al ordenar el encierro de
algún peón en los cuartos oscuros del fondo de la casa. Cuando los
hace golpear y contempla la sangre que mana de sus espaldas laceradas
muestra los dientes con expresión de júbilo. Es el único en la
hacienda que sabe reír así, aunque también yo estoy aprendiendo a
hacerlo. Mi risa se está volviendo de tal manera atroz que las
mujeres al oírla se persignan. Ambos enseñamos los dientes y
emitimos una especie de gozoso relincho cuando la satisfacción nos
cubre. Ninguno de los peones, ni aun cuando están más trabajados
por el alcohol, se atreve a reír como nosotros. La alegría, si la
recuerdan, otorga a sus rostros una mueca temerosa que no se atreve a
ser sonrisa.
El miedo se ha entronizado en nuestras
propiedades. Mi padre ha seguido la obra de su padre, y cuando a su
vez él desaparezca yo seré el señor de la comarca: me convertiré
en el demonio: seré el Azote, el Fuego y el Castigo. Obligaré a mi
primo José a que acepte en dinero la parte que le corresponde, y,
pues prefiere la vida de la ciudad, se podrá ir a ese México del
que tanto habla, que Dios sabe si existe o tan solo lo imagina para
causarnos envidia, y yo me quedaré con las tierras, las casas y los
hombres, con el río donde mi padre ahogó a su hermano Jacobo y,
para mi desgracia, con el cielo que nos cubre cada día con un color
distinto, con nubes que lo son solo un instante para transformarse en
otras, que a su vez serán otras. Procuro levantar la mirada lo menos
posible, pues me atemoriza que las cosas cambien, que no sean siempre
idénticas, que se me escapen vertiginosamente de los ojos. En
cambio, Carolina, para molestarme, no obstante que al ser yo su mayor
debería guardarme algún respeto, pasa ratos muy largos en la
contemplación del cielo y en la noche, mientras cenamos, cuenta,
adornada por una estúpida mirada que no se atreve a ser de éxtasis,
que en el atardecer las nubes tenían un color oro sobre un fondo
lila, o que en el crepúsculo el color del agua sucumbía al del
fuego y otras boberías por el estilo. De haber alguien
verdaderamente poseído por la demencia en nuestra casa sería ella.
Mi padre, complaciente, finge una excesiva atención y la alienta a
proseguir, ¡como si las necedades que escucha pudieran guardar para
él algún sentido! Conmigo jamás habla durante las comidas, pero
sería tonto que me resintiera por ello, ya que por otra parte solo a
mí me concede disfrutar de su intimidad cada mañana, al amanecer,
cuando apenas regreso a la casa y él, ya con una taza de café en la
mano que sorbe apresuradamente, se dispone a lanzarse a los campos a
embriagarse de sol y brutalmente aturdirse con las faenas más rudas.
Porque el demonio (no me lo acabo de explicar, pero así es) se ve
acuciado por la necesidad de olvidarse de su crimen. Estoy seguro de
que si yo ahogara a Carolina en el río no sentiría el menor
remordimiento. Tal vez un día, cuando pueda librarme de estas sucias
sábanas que nadie, desde que caí enfermo, ha venido a cambiar, lo
haga. Entonces podré sentirme dentro de la piel de mi padre, conocer
por mí mismo lo que en él intuyo, aunque, desgraciada,
incomprensiblemente, entre nosotros una diferencia se interpondrá
siempre: él amaba a su hermano más que a la palma que sembró
frente a la galería, y que a su yegua alazana y a la potranca que
parió su yegua; en tanto que Carolina es para mí solo un peso
estorboso y una presencia nauseabunda.
En estos días, la enfermedad me ha llevado a
rasgar más de un velo hasta hoy intocado. A pesar de haber dormido
desde siempre en este cuarto, puedo decir que apenas ahora me entrega
sus secretos. Nunca había, por ejemplo, reparado en que son diez las
vigas que corren a través del techo, ni que en la pared frente a la
cual yazgo hay dos grandes manchas producidas por la humedad, ni en
que, y este descuido me resulta intolerable, bajo la pesada cómoda
de caoba anidaran en tal profusión los ratones. El deseo de
atraparlos y sentir en los labios el latir de su agonía me atenaza.
Pero tal placer por ahora me está vedado.
No se crea que la multiplicidad de descubrimientos
que día tras día voy logrando me reconcilia con la enfermedad,
¡nada de eso! La añoranza, a cada momento más intensa, de mis
correrías nocturnas es constante. A veces me pregunto si alguien
estará sustituyéndome, si alguien cuyo nombre desconozco usurpa mis
funciones. Tal súbita inquietud se desvanece en el momento mismo de
nacer; me regocija el pensar que no hay en la hacienda quien pueda
llenar los requisitos que tan laboriosa y delicada ocupación exige.
Solo yo que soy conocido de los perros, de los caballos, de los
animales domésticos, puedo acercarme a las chozas a escuchar lo que
el peonaje murmura sin obtener el ladrido, el cacareo o el relincho
con que tales animales denunciarían a cualquier otro.
Mi primer servicio lo hice sin darme cuenta.
Averigüé que detrás de la casa de Lupe había fincado un topo.
Tendido, absorto en la contemplación del agujero pasé varias horas
en espera de que el animalejo apareciera. Me tocó ver, a mi pesar,
cómo el sol era derrotado una vez más y con su aniquilamiento me
fue ganando un denso sopor contra el que toda lucha era imposible.
Cuando desperté, la noche había cerrado. Dentro de la choza se oía
el suave ronroneo de voces presurosas y confiadas. Pegué el oído a
una ranura y fue entonces cuando por primera vez me enteré de las
consejas que sobre mi casa corrían. Cuando reproduje la conversación
mi servicio fue premiado. Parece ser que mi padre se sintió halagado
al revelársele que yo, contra todo lo que esperaba, podía llegar a
serle útil. Me sentí feliz porque desde ese momento adquirí sobre
Carolina una superioridad innegable.
Han pasado ya tres años desde que mi padre ordenó
el castigo de la Lupe, por malediciente. El correr del tiempo me va
convirtiendo en un hombre y gracias a mi trabajo he sumado
conocimientos que no por serme naturales dejan de parecerme
prodigiosos: he logrado ver a través de la noche más profunda; mi
oído se ha vuelto tan fino como lo puede ser el de una nutria;
camino tan sigilosa, tan, si se puede decir, aladamente, que una
ardilla envidiaría mis pasos; puedo tenderme en los tejados de los
jacales¹ y permanecer allí durante larguísimos ratos hasta que
escucho las frases que más tarde repetirá mi boca. He logrado oler
a los que van a hablar. Puedo decir, con soberbia, que mis noches
rara vez resultan baldías, pues por sus miradas, por la forma en que
su boca se estremece, por un cierto temblor que percibo en sus
músculos, por un aroma que emana de sus cuerpos, identifico a los
que una última vergüenza, o un rescoldo de dignidad, de rencor, de
desesperanza, arrastrarán por la noche a las confidencias, a las
confesiones, a la murmuración.
He conseguido que nadie me descubra en estos tres
años; que se atribuya a satánicos poderes la facultad que mi padre
tiene de conocer sus palabras y castigarlas en la debida forma. En su
ingenuidad llegan a creer que esa es una de las atribuciones del
demonio. Yo me río. Mi certeza de que él es el diablo proviene de
razones más profundas.
A veces, sólo por entretenerme, voy a espiar a la
choza de Jesusa. Me ha sido dado contemplar cómo su duro cuerpecito
se entreteje con la vejez de mi padre. La lubricidad de sus
contorsiones me trastorna. Me digo, muy para mis adentros, que la
ternura de Jesusa debía dirigirse a mí, que soy de su misma edad, y
no al maligno, que hace mucho cumplió los setenta.
En varias ocasiones ha estado aquí el doctor. Me
examina con pretenciosa inquietud. Se vuelve hacia mi padre y con voz
grave y misericordioso declara que no tengo remedio, que no vale la
pena intentar ningún tratamiento y que solo hay que esperar con
paciencia la llegada de la muerte. Observo cómo en esos momentos el
verde se torna más claro en los ojos de mi padre. Una mirada de
júbilo (de burla) campea en ellos y ya para esos momentos no puedo
contener una estruendosa risotada que hace palidecer de incomprensión
y de temor al médico. Cuando al fin se va este, el siniestro suelta
también la carcajada, me palmea la espalda y ambos reímos hasta la
locura.
Está visto que de entre los muchos infortunios
que pueden aquejar al hombre, los peores provienen de la soledad.
Siento cómo esta trata de abatirme, de romperme, de introducirme
pensamientos. Hasta hace un mes era totalmente feliz. Las mañanas
las entregaba al sueño; por las tardes correteaba en el campo, iba
al río o me tendía boca abajo en el pasto esperando que las horas
sucedieran a las horas. Durante la noche oía. Me era siempre
doloroso pensar y evitaba hacerlo. Ahora, con frecuencia se me
ocurren cosas y eso me aterra. Aunque sé que no voy a morir, que el
médico se equivoca, que en el Refugio necesita haber siempre un
hombre, pues cuando muere el padre el hijo ha de asumir el mando: así
ha sido desde siempre y las cosas no pueden ya ocurrir de otra manera
(por eso mi padre y yo, cuando se afirma lo contrario, estallamos de
risa). Pero cuando solo, triste, al final de un largo día comienzo a
pensar, las dudas me acongojan. He comprobado que nada sucede
fatalmente de una sola manera. En la repetición de los hechos más
triviales se producen variantes, excepciones, matices. ¿Por qué,
pues, no habría de quedarse la hacienda sin el hijo que sustituya al
patrón? Una inquietud peor se me ha incrustado en los últimos días,
al pensar que es posible que mi padre crea que voy a morir y su risa
no sea, como he supuesto, de burla hacia la ciencia, sino producida
por el gozo que la idea de mi desaparición le produce, la alegría
de poder librarse al fin de mi voz y mi presencia. Es posible que los
que me odian le hayan llevado al convencimiento de mi locura…
En la capilla que los Ferri poseen en la iglesia
parroquial de San Rafael hay una pequeña lápida donde puede leerse:
Victorio Ferri.
Murió niño.
Su padre y hermana lo recuerdan con amor.
Murió niño.
Su padre y hermana lo recuerdan con amor.
FIN
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