Haruki
Murakami (12 de enero de 1949) escritor. Nació en Kioto, Japón. En
su hogar recibió enseñanza de la cultura japonesa, incluyendo la
literatura y la religión budista, enseñada concretamente por su
abuelo, un sacerdote budista. Durante su juventud sus padres
decidieron trasladarse a Kobe. A pesar de su formación en la cultura
japonesa, también conoció la literatura y la música de la cultura
occidental, sus escritores favoritos eran Kurt Vonnegut y Jack
Kerouac.
Al
terminar sus estudios ingresó a la Universidad de Waseda donde cursó
estudios de literatura y teatro griegos, aquí conoció a Yoko, su
futura esposa. Murakami tuvo que conseguir un trabajo mientras
estudiaba para suplir algunos costos propios de la vida
universitaria, así que trabajó como vendedor en una tienda de
discos y antes de finalizar sus estudios, siguiendo su amor por la
música occidental, abrió un bar de jazz, el Peter Cat que
dirigió junto a su esposa de 1974 a 1981 en la localidad de
Kokubunji, Tokio.
Como
ferviente seguidor del beisbol frecuentaba mucho el estadio, mientras
se encontraba en el estadio de Jingu, observando un partido entre los
Yakult Swallows y los Hiroshima Carp, Murakami decidió escribir
iniciar su primera novela mientras veía el partido de béisbol; todo
sucedió cuando David Hilton salió a batear y, en el momento que
golpeó la bola, Murakami se sintió inspirado para escribir su
primera novela. Aunque su novela no tuvo mucho éxito, el escritor
japonés continúo perfeccionando su escritura.
Posteriormente
publicó Tokio blues, Norwegian Wood, este resulto ser todo un
éxito internacional, se vendieron un total de cuatro millones de
ejemplares. La misma situación sucedió con Los años de
peregrinación del chico sin color, una historia de crecimiento
personal y de reflexión que superó el millón de ejemplares
vendidos tan solo dos semanas después de ser publicada. Tras el
éxito de su novela, en el año 1986 decidió trasladarse a Europa y
Estados Unidos; aunque retornó a Japón varios años después,
concretamente en 1995.
Para
ese momento sucedió en Japón dos grandes acontecimientos: el
atentado terrorista con gas sarín al metro de Tokyo y el terremoto
de Kobe. Para ese momento Murakami ya había escrito varias obras en
Estados Unidos: Al sur de la frontera, al oeste del sol (1992)
y Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (1995). Ahora
bien, los acontecimientos sirvieron como inspiración y fundamento
para su obra posterior; The Tokyo Gas Attack and the
Japanese Psyche.
Para
ese momento, su obra ya era reconocida a simple vista por su estilo
que contenía un marcado toque surreal y de fatalismo, en ellas narró
la soledad y el ansia de encontrar y poseer el amor, creó mundos
donde tuvo la capacidad de mezclar lo real y lo onírico, la
felicidad con la oscuridad, y con esta habilidad pudo atraer la
curiosidad e inquietud de los lectores. Su carrera literaria es muy
extensa y no solo eran novelas, también cuenta con recopilación de
relatos, ensayos y cuentos ilustrados.
Aunque
en su país muchos catalogaron su obra como un irrespeto a la
tradición japonesa, vendió millones de libros en todo el Japón, y
claramente en otras partes del mundo. Su obra fue clasificada como
literatura pop y surrealista, en la que se enfoca en temas como la
alienación y la soledad posmodernas. Es evidente que Murakami tiene
cierta influencia de autores como John Irving, Raymond Carver, o
incluso F. Scott Fitzgerald a los que considero como sus maestros.
Su
afición por la música impregna su literatura, en ese sentido, el
autor en muchas ocasiones relacionó los nombres de sus personajes o
de sus obras con canciones de artistas como The Dells, Beatles, y Nat
King Cole. A parte de la música desarrolló un gran gusto por el
deporte, participó en varias maratones, triatlones y ultramaratones.
Llegó a escribir sobre su afición deportiva en libros como De qué
hablo cuando hablo de correr (2007) se trata de una recopilación de
recuerdos y reflexiones, en donde el autor habilidosamente mezcló la
crónica con el ensayo. En 2005, se editó la colección de cuentos
Misterios tokiotas.
A
pesar de su fama y reconocimiento mundial es un escritor que prefiere
mantener el bajo perfil, no le gusta dar entrevistas y mucho menos
ser fotografiado. Realmente, no se considera una celebridad para
ello. Ha sido premiado con el premio Noma, el Tanizaki, el Yomiuri,
el Franz Kafka y el Jerusalem Prize. En España, recibió la Orden de
las Artes y las Letras del Gobierno español y el Premio
Internacional Catalunya 2011. Esto lo ha convertido en uno de los
escritores orientales más conocidos en la actualidad.
Su
generación de escritores recibió la fuerte influencia de la
literatura contemporánea norteamericana. En este caso podemos
mencionar escritores como Tobias Wolff, Francis Scott Fitzgerald,
John Irving y Raymond Carver, a los que consideró indudables
maestros y realizó introducciones de ellos en algunos de sus obras.
Las obras más admiradas del autor son Sputnik mi amor (1999)
y Kafka en la orilla (2002), que le valieron el seguimiento
fiel de una verdadera legión de lectores, seguidos por After Dark
(2004), 1Q84 (2009) y la obra mencionada anteriormente
Los años de peregrinación del chico sin color (2013).
También
publicó en el año 2005 una colección de cuentos Tokyo Kitanshu,
y después una antología de relatos llamada Historias de
cumpleaños. Murakami fue postulado al Premio Nobel de Literatura
gracias a obras magistrales como 1Q84, trilogía que rompió
todos los récords de venta en Japón. Como una estrategia para
acercarse a sus lectores, Murakami abrió un consultorio online donde
los internautas realizaron todo tipo de preguntas, comentarios,
sugerencias y también aprovecharon para pedirle consejos literarios
durante varios meses. De dicha experiencia, el autor japonés
escribió un libro en donde relató los momentos más interesantes de
esa conversación virtual.
Un día perfecto para los canguros
Al
otro lado de la empalizada había cuatro canguros en total. Un macho,
dos hembras y una cría recién nacida. Frente a la empalizada, sólo
estábamos mi novia y yo. Para empezar, aquél no era un zoológico
que gozara de gran popularidad y, encima, era lunes por la mañana.
El número de animales superaba con creces al de los visitantes. No
exagero. Era exactamente así, ni más ni menos.
El
centro de nuestras miradas era, cómo no, la cría de canguro. ¿Había
allí, por casualidad, alguna otra cosa digna de verse?
Hacía
un mes que nos habíamos enterado del nacimiento del canguro por la
edición local del periódico. Y durante todo el mes habíamos estado
aguardando pacientemente la mañana propicia para ir a visitarlo. Sin
embargo, la ocasión no acababa de presentarse. Una mañana llovía.
Y la mañana siguiente, como era de esperar, también. Y la otra, el
suelo estaba embarrado, y durante los dos días siguientes soplaba un
viento de espanto. Una mañana a mi novia le dolía una muela; y otra
era yo quien tenía que ir al ayuntamiento. Con ello no pretendo
decir nada del otro mundo. Pero, si se me permite postularlo, la vida
es así.
Y,
de ese modo, transcurrió todo un mes. Porque un mes, en verdad, pasa
en un abrir y cerrar de ojos. No logro recordar qué diablos estuve
haciendo durante todo ese tiempo. Me da la impresión de que hice
muchas cosas y, a la vez, de que no hice nada. Yo no me di cuenta de
que había transcurrido hasta que el mes llegó a su fin y vino el
cobrador del periódico.
Sí,
en efecto. La vida es así.
Pese
a todo, finalmente llegó el día de ir a ver al canguro. Nos
despertamos a las seis de la mañana, descorrimos las cortinas y, al
instante, descubrimos y comprobamos que aquélla era la mañana ideal
para los canguros. Nos lavamos la cara a toda prisa, desayunamos,
dimos de comer al gato, hicimos la colada, nos pusimos un sombrero
para protegernos del sol y salimos de casa.
—Oye,
la cría de canguro todavía debe de estar viva, ¿verdad? —me
preguntó mi novia en el tren.
—Pues
claro. No ha salido ningún artículo diciendo que haya muerto. Si
hubiese muerto, lo habríamos leído en alguna parte.
—Sin
ir tan lejos, puede que esté enferma y que se la hayan llevado a
algún hospital.
—Eso
también habría salido en el periódico, seguro.
—O
puede que esté neurótica y que se haya escondido en algún rincón.
—¿La
cría?
—¡No,
hombre, no! ¡La madre! Que haya sufrido un gran trauma y que se haya
recluido en el rincón más oscuro de la guarida llevándose consigo
al bebé.
Las
mujeres, en verdad, tienen una gran capacidad a la hora de hacer
suposiciones,
me admiré yo. ¡Un trauma! ¿Qué tipo de trauma podía sufrir un
canguro?
—Es
que, ¿sabes?, a mí me da la impresión de que si me pierdo esta
oportunidad, ya no podré volver a ver jamás una cría de canguro.
—No,
quizá no.
—Porque,
¿has visto tú alguna vez una cría de canguro?
—No,
nunca.
—¿Y
crees que volverás a ver otra en el futuro?
—Pues
iquién sabe! Ni idea.
—¿Ves?
Por eso estoy preocupada.
—Sí,
de acuerdo —argumenté yo—. Es posible que tengas razón. Pero
tampoco he presenciado nunca el nacimiento de una jirafa, ni he visto
nadar una ballena. ¿Por qué tanto revuelo por una cría de canguro,
precisamente?
—¡Qué
cosas preguntas! —dijo ella—. Pues porque se trata de un bebé
canguro. No es lo mismo.
Me
di por vencido y me puse a mirar el periódico. Jamás en toda mi
vida he logrado derrotar a una mujer en una discusión.
La
cría de canguro estaba viva, por supuesto. Ella (o él) era mucho
más grande que en la fotograba del periódico y correteaba con brío
por el interior de la empalizada. Más que un bebé era ya un canguro
de pequeño tamaño. Este hecho decepcionó un poco a mi novia.
—Pero
si ya no parece una cría.
—Sí
lo parece —la consolé.
—Deberíamos
haber venido antes.
Rodeé
con el brazo su cintura, le di unas cariñosas palmaditas. Ella
arqueó el cuello. Deseaba consolarla. Por el hecho de que el canguro
hubiese crecido tanto. Claro que, por más que la consolara, lo
cierto era que el canguro había crecido. Así que no dije nada.
Me
dirigí al quiosco de los helados, compré dos de chocolate y, cuando
regresé junto a ella, seguía apoyada en la empalizada con los ojos
clavados en los canguros.
—Ya
no es una cría —repetía ella.
—¿Ah,
no? —repuse tendiéndole un helado.
—No.
Porque si fuera una cría, estaría dentro de la bolsa de la barriga
de su madre.
Asentí
y le di un lametón al helado.
—Y
no lo está.
Buscamos
a la madre con la mirada. Al padre no nos costó descubrirlo. Era el
más grande, el más tranquilo. Estaba absorto en la contemplación
de las hojas verdes del cajón de la comida con un semblante que
hacía pensar en un compositor de talento marchito. Las otras dos
eran hembras, ambas de una complexión corporal semejante, de un
color similar y de cara parecida. Cualquiera de las dos podía ser la
madre del canguro pequeñín.
—Pero
una de ellas es la madre y la otra no lo es —dije yo.
—Sí.
—Entonces,
si la otra no es la madre, ¿qué diablos es?
Ella
me respondió que no lo sabía.
Ajena
a todo, la cría correteaba por el suelo, abriendo agujeros con las
patas delanteras, aquí y allá, sin motivo aparente. Ella/él
parecía desconocer el aburrimiento. Daba vueltas alrededor de su
padre, mordisqueaba la hierba verde, excavaba en el suelo,
importunaba a las dos hembras, se tendía en el suelo, volvía a
incorporarse, empezaba a correr.
—¿Por
qué deben de dar los canguros saltos tan rápidos? —me preguntó
mi novia.
—Para
huir de sus enemigos.
—¿Enemigos?
¿Qué enemigos?
—Los
seres humanos —dije—. Los seres humanos matan a los canguros con
boomerangs y, luego, se los comen.
—¿Y
por qué los bebés se meten en la barriga de su madre?
—Para
poder escapar juntos. Porque las crías no pueden saltar tan rápido.
—Qué
protegidos están, ¿verdad?
—Sí
—dije—. Las crías siempre lo están.
—¿Y
durante cuánto tiempo las protegen?
Debería
haberme leído todo lo que la enciclopedia ilustrada de animales
decía sobre los canguros. Porque ese aluvión de preguntas era
previsible.
—Un
mes o dos, diría yo.
—Pero,
entonces, esta cría sólo tiene un mes —dijo ella señalando el
pequeño canguro—. Así que debería estar metida en la bolsa de su
madre.
—Pues,
sí —reconocí—. Tal vez.
—Oye,
eso de ir metido dentro de la bolsa debe de ser fantástico, ¿no
crees?
—Sí,
claro.
El
sol estaba ya muy alto. Desde una piscina cercana llegaba el alegre
griterío de los niños. En el cielo flotaban unas nubes veraniegas
de contornos recortados.
—¿Te
apetece comer algo? —le pregunté.
—Un
perrito caliente —dijo ella—. Y una Coca Cola.
El
puesto de perritos calientes lo llevaba un joven estudiante que
trabajaba a tiempo parcial y que tenía dentro de aquel tenderete con
forma de furgoneta un enorme radiocasete. Stevie Wonder y Billy Joel
me amenizaron la espera mientras el perrito caliente se asaba a la
plancha.
—¡Mira!
—me dijo ella cuando volví a la empalizada, entonces señaló a
una de las hembras—: ¡Mira! Se ha metido dentro de la bolsa.
Efectivamente,
la cría se había escondido dentro de la bolsa de la que (cabe
suponer) era su madre. La bolsa de la barriga aparecía grande e
hinchada y sólo asomaban unas orejitas erguidas y la punta de la
cola. Era una imagen maravillosa.
Valía
la pena haber venido a verla.
—Debe
de pesar mucho, ¿no? Ahí dentro metido.
—No
te preocupes. Los canguros son muy fuertes.
—¿De
verdad?
—Pues,
claro. Por eso han sobrevivido hasta hoy.
Bajo
los ardientes rayos del sol, la madre no parecía sudar en absoluto.
Como si estuviera fumándose un pitillo en una cafetería después de
haber hecho la compra en un supermercado de Aoyama a primeras horas
de la tarde.
—Está
bien protegido, ¿verdad?
—Sí.
—¿Crees
que el bebé estará dormido?
—Pues,
tal vez.
Nos
comimos el perrito caliente, nos bebimos la Coca Cola y dejamos atrás
la empalizada de los canguros.
Cuando
nos fuimos, el padre canguro seguía buscando la nota musical perdida
dentro del cajón de comida. La madre canguro con la cría,
convertidas en una, se habían abandonado al discurrir del tiempo, y
la canguro misteriosa brincaba dentro de la empalizada como si
quisiera poner su cola a prueba.
Parecía
que iba a hacer calor, por primera vez después de varios días.
—Oye,
¿nos tomamos una cerveza por ahí? —sugirió ella.
—¡Vale!
—dije yo.
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