Clarice Lispector
Nació el 10 de diciembre de 1920 en el pequeño pueblo de
Tchetchelnik, Ucrania, por pura casualidad ya que la familia se
encontraba en medio del viaje que los llevaría a Brasil. Llegó a Brasil
con dos meses y la familia se instaló en Recife. Su madre, que era
paralítica, murió cuando ella tenía diez años, sin embargo Clarice
recordaba una infancia feliz en la que apenas se dio cuenta de la
precariedad económica en la que se encontraban. En plena adolescencia,
en 1935, se mudó a Rio de Janeiro con su padre y su hermana. Estudió
Derecho y empezó a colaborar con algunos periódicos y revistas. A los
veintiún años publicó Cerca del corazón salvaje, una novela ya de plena
madurez, que había escrito a los diecisiete años. En la Facultad conoció
al que sería su esposo, el diplomático Maury Gurgel Valente, por la
profesión de este residieron en Milán, Londres, París y Berna donde
nació su hijo Paulo. De vuelta a Río, en 1949, Clarice Lispector retomó
su actividad periodística, firmando con el seudónimo Tereza Quadros una
columna en la revista Comicio. Publicó cuentos en la revista Senhor y
firmaba una columna femenina en el diario Correio da Manhâ con el
pseudónimo Helen Palmer. Tuvo también una página femenina diaria en el
Diário da Noite, que salía firmada por la actriz Ilka Soares. En
septiembre de 1952 volvía a dejar Brasil, desplazándose con el marido a
Washington, DC, donde permanecieron ocho años. En febrero de 1953 dio la
luz a su segundo hijo, Pedro. Se separó de su marido en 1959 y regreso a
Rio, donde volvió a sus colaboraciones en periódicos y revistas, y
publicó su primer libro de cuentos Lazos de familia. Fue este un fecundo
periodo ya que en 1961 apareció Una manzana en la oscuridad y en 1963
La pasión según G.H., su obra más emblemática.
Un
incendio fortuito por una colilla mal apagada en su dormitorio en 1966
le provocó quemaduras y graves secuelas y la sumió en profundas
depresiones. En esta época realizaba una crónica semanal para el Jornal
do Brasil y colaboró con la revista Manchete realizando entrevistas con
artistas e intelectuales.
Murió
en Río de Janeiro el 9 de diciembre de 1977 a los 56 años, víctima de
un cáncer de ovarios, algunos meses después de publicarse su última
novela La hora de la estrella.
Clarice
Lispector es ya considerada una de las escritoras más importantes del
siglo XX. Fue una precursora que utilizó el flujo de conciencia en sus
primeros escritos mucho antes de haber leído a Wolf y Joyce, entroncó
con el existencialismo pero invirtiéndolo y llenándolo de una vida
primigenia que estaba exenta en los textos de Sastre, y ahondó en un
estilo de una sequedad fértil y luminosa y profundamente personal.
BIBLIOGRAFÍA
Perto do Coração Selvagem (1944)
O Lustre (1946)
A Cidade Sitiada (1949)
Alguns Contos (1952)
Laços de Família (1960)
A Maçã no Escuro (1961)
A Legião Estrangeira (1964)
A Paixão segundo G.H. (1964)
O Mistério do Coelho Pensante (1967)
A mulher que matou os peixes (1968)
Uma Aprendizagem ou O Livro dos Prazeres (1969)
Felicidade Clandestina (1971)
A imitação da rosa (1973)
Água Viva (1973)
A Vida Íntima de Laura (1974)
A Via-crucis do Corpo (1974)
Onde estivestes de Noite (1974)
A hora da Estrela (1977)
Para não Esquecer (1978)
Quase de Verdade (1978)
Um Sopro de Vida (1978)
A Bela e a Fera (1979)
A Descoberta do Mundo (1984)
Como Nasceram as Estrelas (1987)
Cartas perto do Coração (2001)
Correspondências (2002)
O Lustre (1946)
A Cidade Sitiada (1949)
Alguns Contos (1952)
Laços de Família (1960)
A Maçã no Escuro (1961)
A Legião Estrangeira (1964)
A Paixão segundo G.H. (1964)
O Mistério do Coelho Pensante (1967)
A mulher que matou os peixes (1968)
Uma Aprendizagem ou O Livro dos Prazeres (1969)
Felicidade Clandestina (1971)
A imitação da rosa (1973)
Água Viva (1973)
A Vida Íntima de Laura (1974)
A Via-crucis do Corpo (1974)
Onde estivestes de Noite (1974)
A hora da Estrela (1977)
Para não Esquecer (1978)
Quase de Verdade (1978)
Um Sopro de Vida (1978)
A Bela e a Fera (1979)
A Descoberta do Mundo (1984)
Como Nasceram as Estrelas (1987)
Cartas perto do Coração (2001)
Correspondências (2002)
Premio Graça Aranha (1943)
En
las profundidades del África Ecuatorial, el explorador francés
Marcel Petre, cazador y hombre de mundo, se encontró con una tribu
de pigmeos de una pequeñez sorprendente. Más sorprendido, pues,
quedó al ser informado de que un pueblo de tamaño aún menor
existía más allá de florestas y distancias. Entonces, él se
adentró aún más.
En
el Congo Central descubrió, realmente, a los pigmeos más pequeños
del mundo. Y —como una caja dentro de otra caja, dentro de otra
caja— entre los pigmeos más pequeños del mundo estaba el más
pequeño de ellos, obedeciendo, tal vez, a una necesidad que a veces
tiene la naturaleza de excederse a sí misma.
Entre
mosquitos y árboles tibios de humedad, entre las hojas ricas de un
verde más perezoso, Marcel Petre se topó con una mujer de cuarenta
y cinco centímetros, madura, negra, callada. «Oscura como un mono»,
informaría él a la prensa, y que vivía en la copa de un árbol con
su pequeño concubino. Entre los tibios humores silvestres, que
temprano redondean los frutos y les dan una casi intolerable dulzura
al paladar, ella estaba embarazada.
Allí
en pie estaba, pues, la mujer más pequeña del mundo. Por un
instante, en el zumbido del calor, fue como si el francés hubiese,
inesperadamente, llegado a la conclusión última. Con certeza, solo
por no ser loco, es que su alma no desvarió ni perdió los límites.
Sintiendo la necesidad inmediata de orden y de dar nombre a lo que
existe, la apellidó Pequeña Flor. Y para conseguir clasificarla
entre las realidades reconocibles, pasó enseguida a recoger datos
relacionados con ella.
Su
raza está, poco a poco, siendo exterminada. Pocos ejemplares humanos
restan de esa especie que, si no fuera por el disimulado peligro de
África, sería un pueblo muy numeroso. A más de la enfermedad, el
infectado hálito de aguas, la comida deficiente y las fieras que
rondan, el gran riesgo para los escasos likoualas está en los
salvajes bantúes, amenaza que los rodea en silencioso aire como en
madrugada de batalla. Los bantúes los cazan con redes, como lo hacen
con los monos. Y los comen. Así, tal como se oye: los cazan con
redes y los comen. La pequeña raza de gente, siempre retrocediendo y
retrocediendo, terminó acuartelándose en el corazón del África,
donde el afortunado explorador la descubriría. Por defensa
estratégica, habitan en los árboles más altos. De allí descienden
las mujeres para cocinar maíz, moler mandioca y cosechar verduras;
los hombres, para cazar. Cuando un hijo nace, se le da libertad casi
inmediatamente. Es verdad que, muchas veces, la criatura no
aprovechará por mucho tiempo de esa libertad entre fieras. Pero
también es verdad que, por lo menos, no lamentará que, para tan
corta vida, largo haya sido el trabajo. Incluso el lenguaje que la
criatura aprende es breve y simple, apenas esencial. Los likoualas
usan pocos nombres, llaman a las cosas por gestos y sonidos animales.
Como avance espiritual, tienen un tambor. Mientras bailan al son del
tambor, mantienen una pequeña hacha de guardia contra los bantúes,
que aparecerán no se sabe de dónde.
Fue
así, pues, que el explorador descubrió, toda en pie y a sus pies,
la cosa humana más pequeña que existe. Su corazón latió, porque
esmeralda ninguna es tan rara. Ni las enseñanzas de los sabios de la
India son tan raras. Ni el hombre más rico del mundo puso ya sus
ojos sobre tan extraña gracia. Allí estaba una mujer que la
golosina del más fino sueño jamás pudiera imaginar. Fue entonces
que el explorador, tímidamente, y con una delicadeza de sentimientos
de la que su esposa jamás lo juzgaría capaz, dijo:
—Tú
eres Pequeña Flor.
En
ese instante, Pequeña Flor se rascó donde una persona no se rasca.
El explorador —como si estuviese recibiendo el más alto premio de
castidad al que un hombre, siempre tan idealista, osara aspirar—,
tan vivido, desvió los ojos.
La
fotografía de Pequeña Flor fue publicada en el suplemento a colores
de los diarios del domingo, donde cupo en tamaño natural. Envuelta
en un paño, con la barriga en estado adelantada, la nariz chata, la
cara negra, los ojos hondos, los pies planos. Parecía un perro.
En
ese domingo, en un departamento, una mujer, al mirar en el diario
abierto el retrato de Pequeña Flor, no quiso mirarlo una segunda vez
«porque me da aflicción».
En
otro departamento, una señora sintió tan perversa ternura por la
pequeñez de la mujer africana que —siendo mucho mejor prevenir que
remediar— jamás se debería dejar a Pequeña Flor a solas con la
ternura de aquella señora. ¡Quién sabe a qué oscuridad de amor
puede llegar el cariño! La señora pasó el día perturbada, se
diría que poseída por la nostalgia. A propósito, era primavera,
una bondad peligrosa rondaba en el aire.
En
otra casa, una niña de cinco años, viendo el retrato y escuchando
los comentarios, quedó espantada. En aquella casa de adultos, esa
niña había sido hasta ahora el más pequeño de los seres humanos.
Y si eso era fuente de las mejores caricias, era también fuente de
este primer miedo al amor tirano. La existencia de Pequeña Flor
llevó a la niña a sentir —con una vaguedad que solo años y años
después, por motivos bien distintos, habría de concretarse en
pensamiento—, en una primera sabiduría, que «la desgracia no
tiene límites».
En
otra casa, en la consagración de la primavera, una joven novia tuvo
un éxtasis de piedad:
—¡Mamá,
mira el retratito de ella, pobrecita!, ¡mira como ella es
tristecita!
—Pero
—dijo la madre, dura, derrotada y orgullosa—, pero es tristeza de
bicho, no es tristeza humana.
—¡Oh,
mamá! —dijo la joven desanimada.
En
otra casa, un niño muy despierto tuvo una idea inteligente:
—Mamá,
¿y si yo colocara esa mujercita africana en la cama de Pablito
mientras él está durmiendo? Cuando despierte, qué susto, ¿eh?
¡Qué griterío, viéndola sentada en su cama! Y nosotros, entonces,
podríamos jugar tanto con ella, haríamos de ella nuestro juguete,
¿sí?
La
madre de este niño estaba en ese instante enrollando sus cabellos
frente al espejo del baño y recordó lo que una cocinera le contara
de su tiempo de orfanato. Al no tener una muñeca con qué jugar, y
ya la maternidad pulsando terrible en el corazón de las huérfanas,
las niñas más despiertas habían escondido de la monja la muerte de
una de las chicas. Guardaron el cadáver en un armario hasta que
salió la monja, y jugaron con la niña muerta, le dieron baños y
comiditas, le impusieron un castigo solamente para después poder
besarla, consolándola. De eso se acordó la madre en el baño y dejó
caer las manos, llenas de horquillas. Y consideró la cruel necesidad
de amar. Consideró la malignidad de nuestro deseo de ser felices.
Consideró la ferocidad con que queremos jugar. Y el número de veces
en que habremos de matar por amor. Entonces, miró al hijo sagaz como
si mirase a un peligroso desconocido. Y sintió horror de su propia
alma que, más que su cuerpo, había engendrado a aquel ser apto para
la vida y para la felicidad. Así fue que miró ella, con mucha
atención y un orgullo incómodo, a aquel niño que ya estaba sin los
dos dientes de adelante: la evolución, la evolución haciéndose
diente que cae para que nazca otro, el que muerda mejor. «Voy a
comprar una ropa nueva para él», resolvió, mirándolo, absorta.
Obstinadamente adornaba al hijo desdentado con ropas finas,
obstinadamente lo quería bien limpio, como si la limpieza diera
énfasis a una superficialidad tranquilizadora, obstinadamente
perfeccionando el lado cortés de la belleza. Obstinadamente
apartándose y apartándolo de algo que debía ser «oscuro como un
mono». Entonces, mirando al espejo del baño, la madre sonrió
intencionadamente fina y pulida, colocando entre aquel su rostro de
líneas abstractas y la cruda cara de Pequeña Flor, la distancia
insuperable de milenios. Pero, con años de práctica, sabía que
este sería un domingo en el que tendría que disfrazar de sí misma
la ansiedad, el sueño y los milenios perdidos.
En
otra casa, junto a una pared, se dieron al trabajo alborotado de
calcular, con cinta métrica, los cuarenta y cinco centímetros de
Pequeña Flor. Y fue allí mismo donde, deleitados, se espantaron:
ella era aún más pequeña de lo que el más agudo en imaginación
la inventaría. En el corazón de cada uno de los miembros de la
familia nació, nostálgico, el deseo de tener para sí aquella cosa
menuda e indomable, aquella cosa salvada de ser comida, aquella
fuente permanente de caridad. El alma ávida de la familia quería
consagrarse. Y, entonces, ¿quién ya no deseó poseer un ser humano
solo para sí? Lo que es verdad no siempre sería cómodo, hay horas
en que no se quiere tener sentimientos:
—Apuesto
a que si ella viviera aquí, terminaba en pelea —dijo el padre
sentado en la poltrona, virando definitivamente la página del
diario—. En esta casa todo termina en pelea.
—Tú,
José, siempre pesimista —dijo la madre.
—¿Ya
has pensado, mamá, de qué tamaño será el bebé de ella? —dijo
ardiente la hija mayor, de trece años.
El
padre se movió detrás del diario.
—Debe
ser el bebé negro más pequeño del mundo —contestó la madre,
derritiéndose de gusto—. ¡Imaginadla a ella sirviendo a la mesa
aquí en casa! ¡Y con la barriguita grande!
—¡Basta
de esas conversaciones! —dijo confusamente el padre.
—Tú
has de concordar —dijo la madre inesperadamente ofendida— que se
trata de una cosa rara. Tú eres el insensible.
¿Y
la propia cosa rara?
Mientras
tanto, en África, la propia cosa rara tenía en el corazón —quién
sabe si también negro, pues en una naturaleza que se equivocó una
vez ya no se puede confiar más—, algo más raro todavía, algo
como el secreto del propio secreto: un hijo mínimo. Metódicamente,
el explorador examinó, con la mirada, la barriguita madura del más
pequeño ser humano. Fue en ese instante que el explorador, por
primera vez desde que la conoció, en lugar de sentir curiosidad o
exaltación o victoria o espíritu científico, sintió malestar.
Es
que la mujer más pequeña del mundo estaba riendo.
Estaba
riéndose, cálida, cálida. Pequeña Flor estaba gozando de la vida.
La propia cosa rara estaba teniendo la inefable sensación de no
haber sido comida todavía. No haber sido comida era algo que, en
otras horas, le daba a ella el ágil impulso de saltar de rama en
rama.
Pero,
en este momento de tranquilidad, entre las espesas hojas del Congo
Central, ella no estaba aplicando ese impulso a una acción —y el
impulso se había concentrado todo en la propia pequeñez de la
propia cosa rara—. Y entonces ella se reía. Era una risa de quien
no habla pero ríe. El explorador incómodo no consiguió clasificar
esa risa, y ella continuó disfrutando de su propia risa apacible,
ella que no estaba siendo devorada. No ser devorado es el sentimiento
más perfecto. No ser devorado es el objetivo secreto de toda una
vida. En tanto ella no estaba siendo comida, su risa bestial era tan
delicada como es delicada la alegría. El explorador estaba
perturbado.
En
segundo lugar, si la propia cosa rara estaba riendo era porque,
dentro de su pequeñez, una gran oscuridad se había puesto en
movimiento.
Es
que la propia cosa rara sentía el pecho tibio de aquello que se
puede llamar Amor. Ella amaba a aquel explorador amarillo. Si supiera
hablar y le dijese que lo amaba, él se inflaría de vanidad. Vanidad
que disminuiría cuando ella añadiera que también amaba mucho el
anillo del explorador y que amaba mucho la bota del explorador. Y
cuando este se sintiera desinflado, Pequeña Flor no entendería por
qué. Pues, ni de lejos, su amor por el explorador —puédese
incluso decir su «profundo amor», porque, no teniendo otros
recursos, ella estaba reducida a la profundidad—, habría de
quedarse desvalorizado por el hecho de que ella también amaba su
bota. Hay un viejo equívoco sobre la palabra amor y, si muchos hijos
nacen de ese equívoco, muchos otros perdieron la única posibilidad
de nacer solamente por causa de una susceptibilidad que exige que sea
de mí, ¡de mí!, que el otro guste. Pero en la humedad de la
floresta no existen esos refinamientos crueles y amor es no ser
comido, amor es hallar bonita una bota, amor es gustar del color raro
de un hombre que no es negro, amor es reír del amor a un anillo que
brilla. Pequeña Flor guiñaba sus ojos de amor y rió, cálida,
pequeña, grávida, cálida.
El
explorador intentó sonreírle en retribución, sin saber exactamente
a qué abismo su sonrisa contestaba, y entonces se perturbó como
solamente un hombre de tamaño grande se perturba. Disfrazó,
acomodando mejor su sombrero de explorador, y enrojeció púdico. Se
tornó de un color lindo, el suyo, de un rosa-verdoso, como el de un
limón de madrugada. Él debía de ser agrio.
Fue,
probablemente, al acomodar el casco simbólico cuando el explorador
se llamó al orden, recuperó con severidad la disciplina de trabajo
y recomenzó a hacer anotaciones. Había aprendido a entender algunas
de las pocas palabras articuladas de la tribu y a interpretar sus
señales. Ya lograba hacer preguntas.
Pequeña
Flor le respondió que «sí». Que era muy bueno tener un árbol
para vivir, suyo, suyo mismo. Pues —y eso ella no lo dijo, pero sus
ojos se tornaron tan oscuros que ellos lo dijeron—, es bueno
poseer, es bueno poseer, es bueno poseer. El explorador pestañeó
varias veces.
Marcel
Petre tuvo varios momentos difíciles consigo mismo. Pero, al menos,
pudo ocuparse de tomar notas. Quien no tomó notas, tuvo que
arreglarse como pudo:
—Pues
mire —declaró de repente una vieja cerrando con decisión el
diario—, yo solo le digo una cosa: Dios sabe lo que hace.
—————————————Autora: Clarice Lispector. Traductora: Elena Losada. Título: Todos los cuentos. Editorial: Siruela. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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