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jueves, 6 de junio de 2019

Rodrigo Rey Rosa


Rodrigo Rey Rosa

Rodrigo Rey Rosa nació en Guatemala  el 4 de noviembre de 1958. Finalizados los estudios en su país, residió en Nueva York, donde se instaló tras abandonar Guatemala debido al ambiente "de violencia y crispación" que existía. Se matriculó en una escuela de cine, la School of Visual Arts en Nueva York, pero no llegó a terminar sus estudios..  En su primer viaje a Marruecos realizó un taller literario de seis semanas con el escritor Paul Bowles y se quedó  un periodo en Tánger en el cual Bowles le tradujo sus tres primeras obras al inglés, lo que le permitió darse a conocer en el mundo anglosajón. Allí se fraguó también su amistad con el pintor Miquel Barceló.

Se ha dedicado también a la traducción al español de obras literarias, entre otras, las de este escritor y compositor norteamericano. Actualmente reside en Guatemala.
Rodrigo Rey Rosa es considerado uno de los mejores escritores actuales del continente americano. Sus obras han sido traducidas a otras lenguas, como el francés, italiano, alemán, danés, portugués y japonés. Destaca la obra del escritor guatemalteco por su originalidad, sobriedad y aparente transparencia que en nada recuerda a su inmediata tradición. La exigencia de la que hace gala en todas sus obras le han valido el reconocimiento de la crítica.
Recientemente fue presentada en el Sundance Film Festival 2004 la que ha sido su primera película Lo que soñó Sebastián, basada en su propia novela y dirigida por él mismo.

BIBLIOGRAFÍA

Obras
El cuchillo del mendigo, 1992.
Cárcel de árboles, 1992.
Con cinco barajas: antología personal, 1996.
Lo que soñó Sebastián, 1994.
El cojo bueno, 1996.
Que me maten si…, 1997.
Ningún lugar sagrado, 1998.
La orilla africana, 1999.
Piedras encantadas, 2001.
El tren a Travancore (Cartas indias), 2001.
Caballeriza, 2006
Otro zoo, 2007
Siempre juntos y otros cuentos, 2008
El material humano, 2009
Severina, 2011
Los sordos, 2012
Imitación de Guatemala, 2013


Filmografía.
Lo que soñó Sebastián 


La niña que no tuve



A los ocho años, había sido condenada a muerte. Una extraña enfermedad, cuyo nombre no quiero repetir, la disolvería en menos de ciento veinte días, según varios doctores. El médico que me dio las malas nuevas lo hizo cuan humanamente pudo, pero eso no bastó. Tuvo que ser cruel, con la crueldad particular que se desarrolla en esa profesión. Le pedí que describiera las etapas de la enfermedad, y él precisó punto por punto –«con un margen de dos o tres semanas»– la descomposición de mi niña. Como, terminada la descripción, él añadió: «Me temo que no hay nada más que nosotros podamos hacer», le dije que si lo que aseguraba no era cierto, yo lo maldecía.
Llegué a casa con pensamientos fúnebres mezclados con accesos de esperanza: pero la niña estaba tendida en su camita, pálida y temblorosa, pues era la hora de los ataques.
La niñera salió del cuarto en silencio, y yo me arrodillé al lado de la niña.
¿Cómo te sientes? –le pregunté, y le besé la frente.
Mal –dijo, y agregó–: voy a morirme, ¿verdad? Por un descuido mío, una semana antes ella había leído una carta del doctor acerca de la posibilidad de su muerte.
No creo –le dije–. De niño yo también estuve muy enfermo varias veces y sobreviví.
Yo también quiero sobrevivir –dijo con una seriedad conmovedora–. Pero papi, si voy a morirme, si los doctores piensan que me voy a morir, dímelo, no me engañes.
Me miraba fija, intensamente, y no pude mentir.
Según el doctor que ha estado viéndote, podrías morirte dentro de cuatro meses. Pero yo no le creo.
¿Cuatro meses? –se puso a contar, primero mentalmente y luego, para asegurarse, con los dedos–. Eso sería en febrero.
Asentí con la cabeza. Tomé su mano, sudorosa, y la apreté. Y ella se quedó dormida, o, con su delicadeza de pequeña, fingió que se dormía.
Al día siguiente me levanté temprano, le hice el desayuno y le preparé el baño. Por la mañana, parecía una niña sana, y por un momento olvidé que había sido condenada. Salí de compras. Era una esplendorosa mañana de noviembre, de modo que, al volver a casa, le propuse que saliéramos a pasear después de comer.
¿Adónde quieres ir? –me preguntó.
A donde tú quieras –dijo inmediatamente:
A un lugar al que nunca hayamos ido.
Eran tantos los lugares a los que no habíamos ido, pensé. Había sido un error que yo la concibiera, yo, que siempre tuve miedo a la descendencia. Pero no me opuse a los deseos de su madre con suficiente determinación, y la niña nació. Su madre me abandonó hace tres años, y aquí estamos.
Cuando salíamos, al cruzar la doble puerta del vestíbulo, un hombre alto y pálido que aguardaba la ocasión se introdujo furtivamente en el corredor.
Un drogadicto –dijo ella, y el hombre pudo oírla.
Tal vez –dije.
En la calle, me recriminó:
Claro que era un drogadicto. Por qué dices tal vez.
Tal vez te oyó.
Y qué, es la verdad.
A la gente no le gusta oír lo que uno piensa de ella, –Me miró, entre decepcionada y comprensiva, y dijo–:
Supongo que no.
En la esquina del Bowery y la octava, me tiró de la mano.
¿Por qué no vamos a Times Square?
Tomamos el subterráneo en Astor Place, con su telón de fondo kitsch. Abajo, en el andén, una bandada de poetas daba un tono intelectual y hasta elegante a ese agujero del grand gruyere. La cosa sería evacuar la ciudad, demolerla por completo de una sola vez, darle la espalda al sitio y reintegrarse a la realidad.
Subimos al tren, ingresamos en el túnel. El carro dio un bandazo, y los pasajeros que estaban de pie fueron lanzados unos contra otros, pero los cuerpos con caras grises se mantuvieron de pie, con un movimiento pendular, como si colgaran de sus ganchos en un matadero prolongado. Cadáveres de todas las edades.
El cemento era tan duro en la calle 42 y el aire helado hería de la misma manera que diez años atrás, cuando caminé por primera vez en esta ciudad, pero el lugar había cambiado.
En la antesala de la muerte, hubiera sido de esperar que cada quien buscara el placer del prójimo como el suyo propio, pero suele ocurrir lo contrario. Así, en lugar de un jardín de las delicias de fin de siglo, la ciudad era una morgue suprema.
Dimos una vuelta por Times Square. Y así, entre aquel torbellino de gente muerta y un ejército de criaturas de Walt Disney, perdimos una de las ciento veinte tardes que le quedaban a mi niña.
Volvimos a casa decaídos al atardecer. Llegué al séptimo piso como siempre, sin aliento. Las luces de un pequeño rascacielos entraban, en lugar de la luz de las primeras estrellas, por un ventanastro en el otro extremo de nuestro apartamento. Me acerqué a la ventana. Era como arena erizada al lomo de un imán, aquel paisaje.
Preparamos juntos la comida y cuando nos sentamos a comer ella me dijo:
Perdimos el tiempo esta tarde. Debí quedarme leyendo o estudiando. No tengo tiempo que perder.
Pero linda, hacía un día hermoso.
Sí, lo sé. Sé que tratas de hacerme feliz porque tengo poco tiempo. Pero no trates demasiado, ¿está bien?
Me quedé callado un momento, mientras ella miraba por la ventana el pequeño rascacielos.
Claro, preciosa –dije después–. Perdona, pero nadie es perfecto –me encogí de hombros, y creo que, si hubiera tenido rabo, lo habría escondido entre las piernas.
Ella cerró los ojos, y luego me miró de una manera extraña. Me atemorizó.
Papi –me dijo–, antes de morirme, quiero saber lo que es el sexo.
Levanté las cejas y tragué saliva y se me cortó la respiración. Habría oído algo en la escuela, pensé, era lo natural. Me pregunté fugazmente si no habría fantasmas pornográficos flotando todavía por la calle 42. Recordé al ratón Mickey, a Pluto, a Clarabella.
Sí, mi niña –dije con una sonrisa confundida–, un día de éstos te lo explicaré.
¿Me lo prometes?
Asentí con la cabeza.
No –insistió–, quiero que lo digas. Dije que se lo explicaría. Miré el reloj que estaba sobre el televisor.
¿Cuándo? –preguntó.
Ya son la siete, cómo corre el tiempo –le dije–. Desde luego, hoy no.
Hizo una mueca.
Sí –dijo–, ya lo sé, comienzo a sentir los temblores. La acompañé a su cuarto, le puse el pijama y la acosté. Le di a tomar sus medicinas: tantas gotas de esto, tantas de aquello, tantas de lo otro.
La luz –dijo.
Apagué la luz, y nos quedamos juntos en la penumbra esperando los ataques.




El camino se dobla [1]

Uno
Bajaba despacio por el camino. En el suelo yacía un enfermo, los ojos en blanco, sin color en la piel, vendiendo agonía con la mano abierta. Antes de llegar a la casa tuvo que pasar junto a dos perros que parecían perdidos y una rata muerta.
Aunque la puerta estaba cerrada, estaba seguro de que había fuego en la chimenea. Alguien se acercaba por el camino que él había tomado. Por un momento desconoció la puerta y las gradas de la casa, pero pronto volvieron a verse como antes. Miró al suelo, tal vez en busca de una nota, o una excusa. Se volvió para mirar la colina, con curiosidad y un poco de miedo, pues quería ver la cara de quien le seguía.
Metió las manos en los bolsillos, como si hubiese olvidado algo, y se dio cuenta de que estaban vacíos. Rascó el fondo de la tela e irguió la cabeza cuanto pudo.
El otro hombre era más alto que él. Andaba con los brazos cruzados a las espaldas, un paso ahora y otro después, con los pies descalzos. Se detuvo frente a las gradas de piedra, obstruyendo el paso deliberadamente.
Sin decir nada, el primer hombre comenzó a bajar. El segundo no se movió hasta que sus cuerpos casi se tocaron, y luego, arrugando la frente, dejó pasar al primero. Subió los tres peldaños. Sus latidos le sorprendieron. Sin mover los pies, volvió la cabeza.
El extraño corría.
Las tres líneas en su frente se hicieron más visibles. Dio dos pasos largos y tocó la puerta.
Volvió a mirar hacia atrás; el camino estaba vacío.
Sacó una llave, acercó el oído a la puerta, y en vano buscó algún sonido. Metió lentamente la llave en la cerradura, le dio dos vueltas y empujó.
Había luz en uno de los cuartos. El fuego había sido descuidado y estaba por apagarse. La luz venía del fondo del corredor. Sin hacer ruido, sin tocar nada, llegó hasta el último cuarto. Afortunadamente, estaba vacío. La casa entera estaba vacía.
Fue a sentarse cerca del fuego. En su frente podía leerse la preocupación y la presencia de muchas ideas.
Media hora después, su semblante cambió de repente al sonido de tres golpes secos que llegaron de la puerta. Se sentía culpable. ¡No haber sido capaz de preguntarle nada al extraño! La sorpresa había sido demasiada. Aun así, se sentía cobarde.
Abrió la puerta.
Primero entró el viento, compacto y frío. En lugar de la sonrisa que esperaba, sin sentir dolor, recibió una puñalada. La hoja le abrió la piel en el ombligo, y subió, dejando una estela roja casi hasta la garganta. Afuera, las estrellas brillaban. El cielo se rasgó en dos mientras el hombre caía. Siguió cayendo durante mucho tiempo. La casa comenzó a convertirse en una nube que luego se alejó; la colina de enfrente se convirtió en una ola; las gradas eran un elefante, y el camino un túnel invisible.
Dejó de sentir el frío del viento, y las formas dejaron de aturdirle al cobrar los matices de un azul cada vez más profundo.
Cuando se dio cuenta de que el aire ya no pasaba por sus narices, comprendió que no tenía nariz.
Después de buscar con insistencia en la memoria, recordó que nadaba. Recordó también al extraño y el túnel invisible. Perdido en sus pensamientos, siguió nadando.

 

La entrega



Para mis padres

La luz del cuarto estaba encendida. Eran las cuatro y media de la mañana de diciembre. Lo despertó la voz de un viejo amigo de su padre que le gritaba desde fuera: “Llamaron. Dicen que vayas a la plaza de Tecún.” Él no respondió, se incorporó en la cama, se pasó la mano por la cara y el pelo, y se volvió a acostar, para quedar inmóvil, la mirada fija en el techo. Luego se descubrió y se levantó con rapidez; estaba vestido. Revisó su billetera y se agachó para sacar un bulto de debajo de la cama: una bolsa de viaje negra. Tanteó su peso y se la echó al hombro. Apagó la luz, salió del cuarto y bajó las escaleras con olor a madera recién encerada. Cruzó una antesala y siguió por un corredor. El hombre que lo había despertado lo aguardaba en el zaguán, con una sonrisa compasiva, pero él pasó a su lado sin hacerle caso y salió por la puerta. “Como un sonámbulo”, pensó el otro. En el garaje había un automóvil gris. Metió la bolsa en el baúl, se puso al volante y arrancó.
Las calles estaban desiertas. Se dio cuenta de que había llovido, y de lo familiar que le era el reflejo de los faros y las luces verdes y rojas sobre el asfalto mojado; se dio cuenta de que temblaba de frío. “La plaza de Tecún”, se dijo, y sonrió mecánicamente. “¿Por qué me da risa?” En vez de buscar la explicación, hizo un esfuerzo por dejar de pensar; se concentró en el momento presente. Poco después dobló una avenida muy iluminada; ahora que la recorría él solo, imaginaba un túnel enorme. No sentía angustia; lo que estaba haciendo había sido ordenado por una fuerza indiscutible, una de esas cosas “más importantes que la vida misma”.
El trayecto hasta la plaza de Tecún fue de cierta manera placentero; reinaba el silencio, y había logrado mantener en paz sus pensamientos. Era como revivir una noche lejana; se observaba a sí mismo como quien observa un rito, con inocencia, con una especie de temor. Cuando llegó a la plaza se vio impresionado por la silueta de la estatua. Estacionó lentamente y encendió una linterna. Anduvo hasta el pedestal y notó que la lanza y los gigantescos pies de la estatua estaban corroídos por el óxido. En el suelo había piedra de tamaño de un puño cerrado y, debajo un papel blanco. Levantó la piedra y tomó el papel. De vuelta en el auto, lo desdobló rápidamente. Leer las palabras ahí escritas fue como pronunciar una fórmula. (El futuro inmediato y el pasado inmediato irrumpieron como agujas en la burbuja artificial del momento presente.) “Conduzca a 50 kilómetros por hora. Baje las cuatro ventanillas. Siga la línea roja indicada en el mapa.”
Al dejar de analizar sus propias reacciones, había conseguido no imaginar la apariencia de las personas que gobernaban su destino, pero ahora sus reflexiones incluyeron la presencia de una voluntad humana; comenzaba a entrever sus facciones. Examinó el mapa; la línea roja era una callecita que daba a la plaza. Bajó las ventanillas y siguió.
Mientras avanzaba calle abajo, iba aumentado su aversión; los canales de su memoria refluían. Aunque las circunstancias no dejaban de parecerle extrañas, fue adquiriendo la sensación de que llevaba a cabo una rutina. La línea que representaba su camino convergía al final con la calle del mercado. Se vio obligado a conducir más despacio; hombres cargados con costales y cajas cruzaban la calle taciturnos, parecían que andaban con los ojos cerrados. Volvió a mirar el mapa, se estacionó frente a un puesto de verduras. Un hombre salió de detrás de unos toneles blancos que estaban en la acera y le hizo una seña. Él abrió la portezuela trasera, y el extraño, seguido por otros dos hombres, subió al auto. Nadie dijo nada. Él estaba pálido, y aún temblaba de frío. “¿Adónde?”, preguntó. “¡Adelante! ¡Adelante!”, le ordenó una voz desde atrás.
No había salido el sol, pero ya estaba claro. La calle fue despejándose de gente. “Vamos más rápido”, le dijeron. Atravesaron la ciudad en dirección norte. Conducía con calma; se daba cuenta de todo al avanzar. Veía pasar las puertas, las ventanas y los muros, y luego las arboledas y el paisaje a derecha y a izquierda del camino, pero nada entraba en su conciencia. Imaginó la cara de un hombre rayada por la línea roja del mapa; era como una forma producida por un mago, y así, inesperadamente, desapareció. “Ya está lejos la ciudad”, se dijo.
Uno de los hombres habló: “Deténgase bajo esos pinos”, y señaló a la derecha del camino. Le fue necesario frenar con violencia. Entonces advirtió que un auto blanco se acercaba en sentido contrario; se detuvo junto a ellos. Le ordenaron que se bajara y, a empujones, le hicieron subir al otro vehículo. Cuatro manos le sujetaron los brazos y alguien le puso unos anteojos velados. Oyó una voz agria que decía: “Sí, es el dinero.” Se oyó el sonido explosivo del baúl al cerrarse. Hubo un rechinido de neumáticos, y él comprendió que se llevaban su auto. “Ya tienen lo que querían”, pensó. “¿Por qué me hacen esto?” Luego, lentamente, el auto en que él estaba empezó a andar. “¿Qué pasa?”, preguntó. La respuesta fue un golpe seco en la región del hígado. Sintió náuseas, quiso doblarse hacia adelante pero se lo impidieron; vomitó un poco de saliva y un líquido amarillo. Después olió alcohol, y sintió una fricción fría en la nuca. “Lo vamos a dormir”, le dijeron, y lo sorprendió el pinchazo de una aguja. “Van a matarme”, se dijo en voz alta. Se le nubló la vista, oyó un zumbido intenso. Quiso decir algo, y vio que no podía articular. Los dos hombres que estaban a su lado lo acomodaron a los pies del asiento y lo cubrieron con una manta verde. Su mejilla botaba contra el suelo del auto y lo abrumaban las vibraciones del motor. Advirtió que su respiración perdía fuerza, y en sus adentros sintió: “Estoy muriendo.” Sus ojos estaban abiertos, pero el contorno de las cosas era irreal. “¿Adónde me llevarán? -se preguntó -; si ya no hace falta que vaya a ningún sitio.”


Se dirigieron a la ciudad. Tomaron por una de las vías principales, doblaron dos o tres esquinas, y entraron en una casa con un jardín grande y bien cuidado. Entre tres hombres lo metieron en la casa, y lo llevaron a un cuarto subterráneo. Allí había un catre de tijera, un cubo de agua y un rimero de libros. Lo acostaron en el catre, y uno de ellos, el más joven, se sentó en una silla junto a la puerta. Los otros salieron y corrieron el cerrojo por fuera.
Permaneció inconsciente durante mucho tiempo. Abrió los ojos y movió lentamente las pupilas. “El infierno”, pensó, y el pensamiento resonó y resonó en su interior, pero cada vez más débilmente. Intentó mover una mano y no lo consiguió; le parecía que su corazón descansaba largamente entre latido y latido. No le fue posible elaborar otra frase; las ideas parecían y desaparecían, una tras otra, inconexas.
Era ya de noche cuando alguien bajó corriendo las escaleras del sótano, dio dos golpes a la puerta, descorrió el cerrojo y entró. “Los agarraron –le dijo al que hacía de guardia– con el dinero. Tenemos que sacarlo de aquí.” Entre los dos lo levantaron del catre, lo subieron al garaje, lo volvieron a meter en el auto. Arrancaron y salieron a la calle. Cruzaron la ciudad con precaución y tomaron la autopista del oeste. Después de andar unos minutos, estacionaron en una curva muy abierta. Lo sacaron de auto y lo pusieron boca abajo en el asfalto. El joven se acuclilló a su lado y dijo: “Yo creo que ya está muerto.” Se sacó un revólver del cinto, y sin mirar, hizo fuego. Por el lado del norte relampagueaba.
Más tarde, cuando abrió los ojos, una intensa luz lo encandiló. Miró a su alrededor, y vio que las paredes giraban. Una mujer vestida de amarillo se le acercó, le tocó la mano, se inclinó sobre él, le pasó los dedos suavemente por el pelo. Sus labios se movieron, pero él no la pudo oír. La miró en los ojos, y le pareció que sus cuencas estaban vacías. “Son bonitos,” pensó, y trató de decírselo, pero las palabras quedaron en su boca. La mujer le puso los dedos sobre los párpados y se los cerró. Le acarició la cara y el dorso de las manos, y se apartó de él. Él sintió un estallido en el tórax. Una voz le preguntó: “¿Estás dormido?” Él asintió mentalmente, pero “Estoy muy despierto”. Pensó para sí. “¿Sabes quién soy?”. Siguió la misma voz. No trató de responder, pero comprendió que era su mujer. La habían libertado. Luego sintió otro golpe: un sonido débil. “Es mi corazón”, pensó, y para sus adentros: Es suficiente. Que se detenga.

Cuento incluido en El cuchillo del mendigo.

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