Rodrigo Rey Rosa
Rodrigo
Rey Rosa nació en Guatemala el 4 de noviembre de 1958.
Finalizados los estudios en su país, residió en Nueva York, donde
se instaló tras abandonar Guatemala debido al ambiente "de
violencia y crispación" que existía. Se matriculó en una
escuela de cine, la School of Visual Arts en Nueva York, pero no
llegó a terminar sus estudios.. En su primer viaje a Marruecos
realizó un taller literario de seis semanas con el escritor Paul
Bowles y se quedó un periodo en Tánger en el cual Bowles le
tradujo sus tres primeras obras al inglés, lo que le permitió darse
a conocer en el mundo anglosajón. Allí se fraguó también su
amistad con el pintor Miquel Barceló.
Se
ha dedicado también a la traducción al español de obras
literarias, entre otras, las de este escritor y compositor
norteamericano. Actualmente reside en Guatemala.
Rodrigo Rey Rosa es considerado uno de los mejores escritores actuales del continente americano. Sus obras han sido traducidas a otras lenguas, como el francés, italiano, alemán, danés, portugués y japonés. Destaca la obra del escritor guatemalteco por su originalidad, sobriedad y aparente transparencia que en nada recuerda a su inmediata tradición. La exigencia de la que hace gala en todas sus obras le han valido el reconocimiento de la crítica.
Rodrigo Rey Rosa es considerado uno de los mejores escritores actuales del continente americano. Sus obras han sido traducidas a otras lenguas, como el francés, italiano, alemán, danés, portugués y japonés. Destaca la obra del escritor guatemalteco por su originalidad, sobriedad y aparente transparencia que en nada recuerda a su inmediata tradición. La exigencia de la que hace gala en todas sus obras le han valido el reconocimiento de la crítica.
Recientemente
fue presentada en el Sundance Film Festival 2004 la que ha sido su
primera película Lo que soñó Sebastián, basada en su propia
novela y dirigida por él mismo.
BIBLIOGRAFÍA
Obras
El cuchillo del mendigo, 1992.
Cárcel de árboles, 1992.
Con cinco barajas: antología personal, 1996.
Lo que soñó Sebastián, 1994.
El cojo bueno, 1996.
Que me maten si…, 1997.
Ningún lugar sagrado, 1998.
La orilla africana, 1999.
Piedras encantadas, 2001.
El tren a Travancore (Cartas indias), 2001.
Caballeriza,
2006
Otro
zoo, 2007
Siempre
juntos y otros cuentos, 2008
El
material humano, 2009
Severina,
2011
Los
sordos, 2012
Imitación
de Guatemala, 2013
Filmografía.
Lo que soñó Sebastián
La niña que no tuve
A
los ocho años, había sido condenada a muerte. Una extraña
enfermedad, cuyo nombre no quiero repetir, la disolvería en menos de
ciento veinte días, según varios doctores. El médico que me dio
las malas nuevas lo hizo cuan humanamente pudo, pero eso no bastó.
Tuvo que ser cruel, con la crueldad particular que se desarrolla en
esa profesión. Le pedí que describiera las etapas de la enfermedad,
y él precisó punto por punto –«con un margen de dos o tres
semanas»– la descomposición de mi niña. Como, terminada la
descripción, él añadió: «Me temo que no hay nada más que
nosotros podamos hacer»,
le dije que si lo que aseguraba no era cierto, yo lo maldecía.
Llegué
a casa con pensamientos fúnebres mezclados con accesos de esperanza:
pero la niña estaba tendida en su camita, pálida y temblorosa, pues
era la hora de los ataques.
La
niñera salió del cuarto en silencio, y yo me arrodillé al lado de
la niña.
–¿Cómo
te sientes? –le pregunté, y le besé la frente.
–Mal
–dijo, y agregó–: voy a morirme, ¿verdad? Por un descuido mío,
una semana antes ella había leído una carta del doctor acerca de la
posibilidad de su muerte.
–No
creo –le dije–. De niño yo también estuve muy enfermo varias
veces y sobreviví.
–Yo
también quiero sobrevivir –dijo con una seriedad conmovedora–.
Pero papi, si voy a morirme, si los doctores piensan que me voy a
morir, dímelo, no me engañes.
Me
miraba fija, intensamente, y no pude mentir.
–Según
el doctor que ha estado viéndote, podrías morirte dentro de cuatro
meses. Pero yo no le creo.
–¿Cuatro
meses? –se puso a contar, primero mentalmente y luego, para
asegurarse, con los dedos–. Eso sería en febrero.
Asentí
con la cabeza. Tomé su mano, sudorosa, y la apreté. Y ella se quedó
dormida, o, con su delicadeza de pequeña, fingió que se dormía.
Al
día siguiente me levanté temprano, le hice el desayuno y le preparé
el baño. Por la mañana, parecía una niña sana, y por un momento
olvidé que había sido condenada. Salí de compras. Era una
esplendorosa mañana de noviembre, de modo que, al volver a casa, le
propuse que saliéramos a pasear después de comer.
–¿Adónde
quieres ir? –me preguntó.
–A
donde tú quieras –dijo inmediatamente:
–A
un lugar al que nunca hayamos ido.
Eran
tantos los lugares a los que no habíamos ido, pensé. Había sido un
error que yo la concibiera, yo, que siempre tuve miedo a la
descendencia. Pero no me opuse a los deseos de su madre con
suficiente determinación, y la niña nació. Su madre me abandonó
hace tres años, y aquí estamos.
Cuando
salíamos, al cruzar la doble puerta del vestíbulo, un hombre alto y
pálido que aguardaba la ocasión se introdujo furtivamente
en el corredor.
–Un
drogadicto –dijo ella, y el hombre pudo oírla.
–Tal
vez –dije.
En
la calle, me recriminó:
–Claro
que era un drogadicto. Por qué dices tal vez.
–Tal
vez te oyó.
–Y
qué, es la verdad.
–A
la gente no le gusta oír lo que uno piensa de ella, –Me miró,
entre decepcionada y comprensiva, y dijo–:
–Supongo
que no.
En
la esquina del Bowery y la octava, me tiró de la mano.
–¿Por
qué no vamos a Times Square?
Tomamos
el subterráneo en Astor Place, con su telón de fondo kitsch. Abajo,
en el andén, una bandada de poetas daba un tono intelectual y hasta
elegante a ese agujero del grand gruyere. La cosa sería evacuar la
ciudad, demolerla por completo de una sola vez, darle la espalda al
sitio y reintegrarse a la realidad.
Subimos
al tren, ingresamos en el túnel. El carro dio un bandazo, y los
pasajeros que estaban de pie fueron lanzados unos contra otros, pero
los cuerpos con caras grises se mantuvieron de pie, con un movimiento
pendular, como si colgaran de sus ganchos en un matadero prolongado.
Cadáveres de todas las edades.
El
cemento era tan duro en la calle 42 y el aire helado hería de la
misma manera que diez años atrás, cuando caminé por primera vez en
esta ciudad, pero el lugar había cambiado.
En
la antesala de la muerte, hubiera sido de esperar que cada quien
buscara el placer del prójimo como el suyo propio, pero suele
ocurrir lo contrario. Así, en lugar de un jardín de las delicias de
fin de siglo, la ciudad era una morgue suprema.
Dimos
una vuelta por Times Square. Y así, entre aquel torbellino de gente
muerta y un ejército de criaturas de Walt Disney, perdimos una de
las ciento veinte tardes que le quedaban a mi niña.
Volvimos
a casa decaídos al atardecer. Llegué al séptimo piso como siempre,
sin aliento. Las luces de un pequeño rascacielos entraban, en lugar
de la luz de las primeras estrellas, por un ventanastro en el otro
extremo de nuestro apartamento. Me acerqué a la ventana. Era como
arena erizada al lomo de un imán, aquel paisaje.
Preparamos
juntos la comida y cuando nos sentamos a comer ella me dijo:
–Perdimos
el tiempo esta tarde. Debí quedarme leyendo o estudiando. No tengo
tiempo que perder.
–Pero
linda, hacía un día hermoso.
–Sí,
lo sé. Sé que tratas de hacerme feliz porque tengo poco tiempo.
Pero no trates demasiado, ¿está bien?
Me
quedé callado un momento, mientras ella miraba por la ventana el
pequeño rascacielos.
–Claro,
preciosa –dije después–. Perdona, pero nadie es perfecto –me
encogí de hombros, y creo que, si hubiera tenido rabo, lo habría
escondido entre las piernas.
Ella
cerró los ojos, y luego me miró de una manera extraña. Me
atemorizó.
–Papi
–me dijo–, antes de morirme, quiero saber lo que es el sexo.
Levanté
las cejas y tragué saliva y se me cortó la respiración. Habría
oído algo en la escuela, pensé, era lo natural. Me pregunté
fugazmente si no habría fantasmas pornográficos flotando todavía
por la calle 42. Recordé al ratón Mickey, a Pluto, a Clarabella.
–Sí,
mi niña –dije con una sonrisa confundida–, un día de éstos te
lo explicaré.
–¿Me
lo prometes?
Asentí
con la cabeza.
–No
–insistió–, quiero que lo digas. Dije que se lo explicaría.
Miré el reloj que estaba sobre el televisor.
–¿Cuándo?
–preguntó.
–Ya
son la siete, cómo corre el tiempo –le dije–. Desde luego, hoy
no.
Hizo
una mueca.
–Sí
–dijo–, ya lo sé, comienzo a sentir los temblores. La acompañé
a su cuarto, le puse el pijama y la acosté. Le di a tomar sus
medicinas: tantas gotas de esto, tantas de aquello, tantas de lo
otro.
–La
luz –dijo.
Apagué
la luz, y nos quedamos juntos en la penumbra esperando los ataques.
El
camino se dobla [1]
Uno
Bajaba
despacio por el camino. En el suelo yacía un enfermo, los ojos en
blanco, sin color en la piel, vendiendo agonía con la mano abierta.
Antes de llegar a la casa tuvo que pasar junto a dos perros que
parecían perdidos y una rata muerta.
Aunque
la puerta estaba cerrada, estaba seguro de que había fuego en la
chimenea. Alguien se acercaba por el camino que él había tomado.
Por un momento desconoció la puerta y las gradas de la casa, pero
pronto volvieron a verse como antes. Miró al suelo, tal vez en busca
de una nota, o una excusa. Se volvió para mirar la colina, con
curiosidad y un poco de miedo, pues quería ver la cara de quien le
seguía.
Metió
las manos en los bolsillos, como si hubiese olvidado algo, y se dio
cuenta de que estaban vacíos. Rascó el fondo de la tela e irguió
la cabeza cuanto pudo.
El
otro hombre era más alto que él. Andaba con los brazos cruzados a
las espaldas, un paso ahora y otro después, con los pies descalzos.
Se detuvo frente a las gradas de piedra, obstruyendo el paso
deliberadamente.
Sin
decir nada, el primer hombre comenzó a bajar. El segundo no se movió
hasta que sus cuerpos casi se tocaron, y luego, arrugando la frente,
dejó pasar al primero. Subió los tres peldaños. Sus latidos le
sorprendieron. Sin mover los pies, volvió la cabeza.
El
extraño corría.
Las
tres líneas en su frente se hicieron más visibles. Dio dos pasos
largos y tocó la puerta.
Volvió
a mirar hacia atrás; el camino estaba vacío.
Sacó
una llave, acercó el oído a la puerta, y en vano buscó algún
sonido. Metió lentamente la llave en la cerradura, le dio dos
vueltas y empujó.
Había
luz en uno de los cuartos. El fuego había sido descuidado y estaba
por apagarse. La luz venía del fondo del corredor. Sin hacer ruido,
sin tocar nada, llegó hasta el último cuarto. Afortunadamente,
estaba vacío. La casa entera estaba vacía.
Fue
a sentarse cerca del fuego. En su frente podía leerse la
preocupación y la presencia de muchas ideas.
Media
hora después, su semblante cambió de repente al sonido de tres
golpes secos que llegaron de la puerta. Se sentía culpable. ¡No
haber sido capaz de preguntarle nada al extraño! La sorpresa había
sido demasiada. Aun así, se sentía cobarde.
Abrió
la puerta.
Primero
entró el viento, compacto y frío. En lugar de la sonrisa que
esperaba, sin sentir dolor, recibió una puñalada. La hoja le abrió
la piel en el ombligo, y subió, dejando una estela roja casi hasta
la garganta. Afuera, las estrellas brillaban. El cielo se rasgó en
dos mientras el hombre caía. Siguió cayendo durante mucho tiempo.
La casa comenzó a convertirse en una nube que luego se alejó; la
colina de enfrente se convirtió en una ola; las gradas eran un
elefante, y el camino un túnel invisible.
Dejó
de sentir el frío del viento, y las formas dejaron de aturdirle al
cobrar los matices de un azul cada vez más profundo.
Cuando
se dio cuenta de que el aire ya no pasaba por sus narices, comprendió
que no tenía nariz.
Después
de buscar con insistencia en la memoria, recordó que nadaba. Recordó
también al extraño y el túnel invisible. Perdido en sus
pensamientos, siguió nadando.
La entrega
Para mis padres
La
luz del cuarto estaba encendida. Eran las cuatro y media de la mañana
de diciembre. Lo despertó la voz de un viejo amigo de su padre que
le gritaba desde fuera: “Llamaron. Dicen que vayas a la plaza de
Tecún.” Él no respondió, se incorporó en la cama, se pasó la
mano por la cara y el pelo, y se volvió a acostar, para quedar
inmóvil, la mirada fija en el techo. Luego se descubrió y se
levantó con rapidez; estaba vestido. Revisó su billetera y se
agachó para sacar un bulto de debajo de la cama: una bolsa de viaje
negra. Tanteó su peso y se la echó al hombro. Apagó la luz, salió
del cuarto y bajó las escaleras con olor a madera recién encerada.
Cruzó una antesala y siguió por un corredor. El hombre que lo había
despertado lo aguardaba en el zaguán, con una sonrisa compasiva,
pero él pasó a su lado sin hacerle caso y salió por la puerta.
“Como un sonámbulo”, pensó el otro. En el garaje había un
automóvil gris. Metió la bolsa en el baúl, se puso al volante y
arrancó.
Las
calles estaban desiertas. Se dio cuenta de que había llovido, y de
lo familiar que le era el reflejo de los faros y las luces verdes y
rojas sobre el asfalto mojado; se dio cuenta de que temblaba de frío.
“La plaza de Tecún”, se dijo, y sonrió mecánicamente. “¿Por
qué me da risa?” En vez de buscar la explicación, hizo un
esfuerzo por dejar de pensar; se concentró en el momento presente.
Poco después dobló una avenida muy iluminada; ahora que la recorría
él solo, imaginaba un túnel enorme. No sentía angustia; lo que
estaba haciendo había sido ordenado por una fuerza indiscutible, una
de esas cosas “más importantes que la vida misma”.
El
trayecto hasta la plaza de Tecún fue de cierta manera placentero;
reinaba el silencio, y había logrado mantener en paz sus
pensamientos. Era como revivir una noche lejana; se observaba a sí
mismo como quien observa un rito, con inocencia, con una especie de
temor. Cuando llegó a la plaza se vio impresionado por la silueta de
la estatua. Estacionó lentamente y encendió una linterna. Anduvo
hasta el pedestal y notó que la lanza y los gigantescos pies de la
estatua estaban corroídos por el óxido. En el suelo había piedra
de tamaño de un puño cerrado y, debajo un papel blanco. Levantó la
piedra y tomó el papel. De vuelta en el auto, lo desdobló
rápidamente. Leer las palabras ahí escritas fue como pronunciar una
fórmula. (El futuro inmediato y el pasado inmediato irrumpieron como
agujas en la burbuja artificial del momento presente.) “Conduzca a
50 kilómetros por hora. Baje las cuatro ventanillas. Siga la línea
roja indicada en el mapa.”
Al
dejar de analizar sus propias reacciones, había conseguido no
imaginar la apariencia de las personas que gobernaban su destino,
pero ahora sus reflexiones incluyeron la presencia de una voluntad
humana; comenzaba a entrever sus facciones. Examinó el mapa; la
línea roja era una callecita que daba a la plaza. Bajó las
ventanillas y siguió.
Mientras
avanzaba calle abajo, iba aumentado su aversión; los canales de su
memoria refluían. Aunque las circunstancias no dejaban de parecerle
extrañas, fue adquiriendo la sensación de que llevaba a cabo una
rutina. La línea que representaba su camino convergía al final con
la calle del mercado. Se vio obligado a conducir más despacio;
hombres cargados con costales y cajas cruzaban la calle taciturnos,
parecían que andaban con los ojos cerrados. Volvió a mirar el mapa,
se estacionó frente a un puesto de verduras. Un hombre salió de
detrás de unos toneles blancos que estaban en la acera y le hizo una
seña. Él abrió la portezuela trasera, y el extraño, seguido por
otros dos hombres, subió al auto. Nadie dijo nada. Él estaba
pálido, y aún temblaba de frío. “¿Adónde?”, preguntó.
“¡Adelante! ¡Adelante!”, le ordenó una voz desde atrás.
No
había salido el sol, pero ya estaba claro. La calle fue despejándose
de gente. “Vamos más rápido”, le dijeron. Atravesaron la ciudad
en dirección norte. Conducía con calma; se daba cuenta de todo al
avanzar. Veía pasar las puertas, las ventanas y los muros, y luego
las arboledas y el paisaje a derecha y a izquierda del camino, pero
nada entraba en su conciencia. Imaginó la cara de un hombre rayada
por la línea roja del mapa; era como una forma producida por un
mago, y así, inesperadamente, desapareció. “Ya está lejos la
ciudad”, se dijo.
Uno
de los hombres habló: “Deténgase bajo esos pinos”, y señaló a
la derecha del camino. Le fue necesario frenar con violencia.
Entonces advirtió que un auto blanco se acercaba en sentido
contrario; se detuvo junto a ellos. Le ordenaron que se bajara y, a
empujones, le hicieron subir al otro vehículo. Cuatro manos le
sujetaron los brazos y alguien le puso unos anteojos velados. Oyó
una voz agria que decía: “Sí, es el dinero.” Se oyó el sonido
explosivo del baúl al cerrarse. Hubo un rechinido de neumáticos, y
él comprendió que se llevaban su auto. “Ya tienen lo que
querían”, pensó. “¿Por qué me hacen esto?” Luego,
lentamente, el auto en que él estaba empezó a andar. “¿Qué
pasa?”, preguntó. La respuesta fue un golpe seco en la región del
hígado. Sintió náuseas, quiso doblarse hacia adelante pero se lo
impidieron; vomitó un poco de saliva y un líquido amarillo. Después
olió alcohol, y sintió una fricción fría en la nuca. “Lo vamos
a dormir”, le dijeron, y lo sorprendió el pinchazo de una aguja.
“Van a matarme”, se dijo en voz alta. Se le nubló la vista, oyó
un zumbido intenso. Quiso decir algo, y vio que no podía articular.
Los dos hombres que estaban a su lado lo acomodaron a los pies del
asiento y lo cubrieron con una manta verde. Su mejilla botaba contra
el suelo del auto y lo abrumaban las vibraciones del motor. Advirtió
que su respiración perdía fuerza, y en sus adentros sintió: “Estoy
muriendo.” Sus ojos estaban abiertos, pero el contorno de las cosas
era irreal. “¿Adónde me llevarán? -se preguntó -; si ya no hace
falta que vaya a ningún sitio.”
Se
dirigieron a la ciudad. Tomaron por una de las vías principales,
doblaron dos o tres esquinas, y entraron en una casa con un jardín
grande y bien cuidado. Entre tres hombres lo metieron en la casa, y
lo llevaron a un cuarto subterráneo. Allí había un catre de
tijera, un cubo de agua y un rimero de libros. Lo acostaron en el
catre, y uno de ellos, el más joven, se sentó en una silla junto a
la puerta. Los otros salieron y corrieron el cerrojo por fuera.
Permaneció
inconsciente durante mucho tiempo. Abrió los ojos y movió
lentamente las pupilas. “El infierno”, pensó, y el pensamiento
resonó y resonó en su interior, pero cada vez más débilmente.
Intentó mover una mano y no lo consiguió; le parecía que su
corazón descansaba largamente entre latido y latido. No le fue
posible elaborar otra frase; las ideas parecían y desaparecían, una
tras otra, inconexas.
Era
ya de noche cuando alguien bajó corriendo las escaleras del sótano,
dio dos golpes a la puerta, descorrió el cerrojo y entró. “Los
agarraron –le dijo al que hacía de guardia– con el dinero.
Tenemos que sacarlo de aquí.” Entre los dos lo levantaron del
catre, lo subieron al garaje, lo volvieron a meter en el auto.
Arrancaron y salieron a la calle. Cruzaron la ciudad con precaución
y tomaron la autopista del oeste. Después de andar unos minutos,
estacionaron en una curva muy abierta. Lo sacaron de auto y lo
pusieron boca abajo en el asfalto. El joven se acuclilló a su lado y
dijo: “Yo creo que ya está muerto.” Se sacó un revólver del
cinto, y sin mirar, hizo fuego. Por el lado del norte relampagueaba.
Más
tarde, cuando abrió los ojos, una intensa luz lo encandiló. Miró a
su alrededor, y vio que las paredes giraban. Una mujer vestida de
amarillo se le acercó, le tocó la mano, se inclinó sobre él, le
pasó los dedos suavemente por el pelo. Sus labios se movieron, pero
él no la pudo oír. La miró en los ojos, y le pareció que sus
cuencas estaban vacías. “Son bonitos,” pensó, y trató de
decírselo, pero las palabras quedaron en su boca. La mujer le puso
los dedos sobre los párpados y se los cerró. Le acarició la cara y
el dorso de las manos, y se apartó de él. Él sintió un estallido
en el tórax. Una voz le preguntó: “¿Estás dormido?” Él
asintió mentalmente, pero “Estoy muy despierto”. Pensó para sí.
“¿Sabes quién soy?”. Siguió la misma voz. No trató de
responder, pero comprendió que era su mujer. La habían libertado.
Luego sintió otro golpe: un sonido débil. “Es mi corazón”,
pensó, y para sus adentros: Es suficiente. Que se detenga.
Cuento
incluido en El
cuchillo del mendigo.
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