Saki
(Héctor Hugh Munro)
Escocés: 1870-1916
Saki es el seudónimo que utiliza el escritor Hector Hugh Munro, de origen escocés. Nació en Birmania el 18 de diciembre de 1870, aunque fue educado en Inglaterra.
Ejerció de periodista, trabajo que simultaneaba con la escritura. Autor de cuentos, novelas y obras de teatro, es sobre todo un maestro del relato corto. Sus sorprendentes historias se caracterizan por ser ligeras en apariencia pero de fondo amargo, valiéndose del humor negro que utiliza con maestría. Sus textos suelen ser políticamente incorrectos, irónicos, crueles, ácidos y divertidos a la vez y, a veces, macabros.
La obra de Saki empezó a ser conocida en Sudamérica en los años sesenta. Sin embargo, es prácticamente desconocida en España hasta la década de los ochenta, momento en que se publicaron algunos de sus textos en este país.
Hector Hugh Munro murió el 14 de noviembre de 1916.
Ejerció de periodista, trabajo que simultaneaba con la escritura. Autor de cuentos, novelas y obras de teatro, es sobre todo un maestro del relato corto. Sus sorprendentes historias se caracterizan por ser ligeras en apariencia pero de fondo amargo, valiéndose del humor negro que utiliza con maestría. Sus textos suelen ser políticamente incorrectos, irónicos, crueles, ácidos y divertidos a la vez y, a veces, macabros.
La obra de Saki empezó a ser conocida en Sudamérica en los años sesenta. Sin embargo, es prácticamente desconocida en España hasta la década de los ochenta, momento en que se publicaron algunos de sus textos en este país.
Hector Hugh Munro murió el 14 de noviembre de 1916.
Curiosidades:
- Los relatos de Saki tienen ilustres admiradores: el propio Borges confesó que le gustaban y Graham Greene definió a Saki como el mayor humorista inglés del siglo XX. Tom Sharpe, autor de la novela "Wilt", afirmaba considerarlo su maestro.
- Hector Hugh Munro se alistó voluntariamente en el ejército y participó activamente en la Primera Guerra Mundial. Murió en Francia, dentro de unas trincheras, durante un tiroteo.
- Hector Hugh Munro se alistó voluntariamente en el ejército y participó activamente en la Primera Guerra Mundial. Murió en Francia, dentro de unas trincheras, durante un tiroteo.
Obras principales:
- El insoportable Bassington
- El contador de cuentos
- Cuentos de humor y de horror
- Cuentos completos
El cuentista
-No, Cyril, no -exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe-. Ven a mirar por la ventanilla -añadió.
El niño se desplazó hacia la ventanilla con desgana.
-¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? -preguntó.
-Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba -respondió la tía débilmente.
-Pero en ese campo hay montones de hierba -protestó el niño-; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba.
-Quizá la hierba de otro campo es mejor -sugirió la tía neciamente.
-¿Por qué es mejor? -fue la inevitable y rápida pregunta.
-¡Oh, mira esas vacas! -exclamó la tía.
Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad.
-¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? -persistió Cyril.
El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo. La tía decidió, mentalmente, que era un hombre duro y hostil. Ella era incapaz por completo de tomar una decisión satisfactoria sobre la hierba del otro campo.
La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar «De camino hacia Mandalay». Solo sabía la primera línea, pero utilizó al máximo su limitado conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una voz soñadora, pero decidida y muy audible; al soltero le pareció como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no era capaz de repetir la línea en voz alta dos mil veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera hecho la apuesta, probablemente la perdería.
-Acérquense aquí y escuchen mi historia -dijo la tía cuando el soltero la había mirado dos veces a ella y una al timbre de alarma.
Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del compartimiento donde estaba la tía. Evidentemente, su reputación como contadora de historias no ocupaba una alta posición, según la estimación de los niños.
Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas malhumoradas y en voz alta de los oyentes, comenzó una historia poco animada y con una deplorable carencia de interés sobre una niña que era buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, fue salvada de un toro enloquecido por numerosos rescatadores que admiraban su carácter moral.
-¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? -preguntó la mayor de las niñas.
Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero.
-Bueno, sí -admitió la tía sin convicción-. Pero no creo que la hubieran socorrido muy deprisa si ella no les hubiera gustado mucho.
-Es la historia más tonta que he oído nunca -dijo la mayor de las niñas con una inmensa convicción.
-Después de la segunda parte no he escuchado, era demasiado tonta -dijo Cyril.
La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto a comenzar a murmurar la repetición de su verso favorito.
-No parece que tenga éxito como contadora de historias -dijo de repente el soltero desde su esquina.
La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel ataque inesperado.
-Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar -dijo fríamente.
-No estoy de acuerdo con usted -dijo el soltero.
-Quizá le gustaría a usted explicarles una historia -contestó la tía.
-Cuéntenos un cuento -pidió la mayor de las niñas.
-Érase una vez -comenzó el soltero- una niña pequeña llamada Berta que era extremadamente buena.
El interés suscitado en los niños momentáneamente comenzó a vacilar en seguida; todas las historias se parecían terriblemente, no importaba quién las explicara.
-Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad, mantenía la ropa limpia, comía budín de leche como si fuera tarta de mermelada, aprendía sus lecciones perfectamente y tenía buenos modales.
-¿Era bonita? -preguntó la mayor de las niñas.
-No tanto como cualquiera de ustedes -respondió el soltero-, pero era terriblemente buena.
Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la palabra terrible unida a bondad fue una novedad que la favorecía. Parecía introducir un círculo de verdad que faltaba en los cuentos sobre la vida infantil que narraba la tía.
-Era tan buena -continuó el soltero- que ganó varias medallas por su bondad, que siempre llevaba puestas en su vestido. Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comportamiento. Eran medallas grandes de metal y chocaban las unas con las otras cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía esas tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una niña extraordinariamente buena.
-Terriblemente buena -citó Cyril.
-Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de aquello y dijo que, ya que era tan buena, debería tener permiso para pasear, una vez a la semana, por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Era un parque muy bonito y nunca se había permitido la entrada a niños, por eso fue un gran honor para Berta tener permiso para poder entrar.
-¿Había alguna oveja en el parque? -preguntó Cyril.
-No -dijo el soltero-, no había ovejas.
-¿Por qué no había ovejas? -llegó la inevitable pregunta que surgió de la respuesta anterior.
La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido descrita como una mueca.
-En el parque no había ovejas -dijo el soltero- porque, una vez, la madre del príncipe tuvo un sueño en el que su hijo era asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio.
La tía contuvo un grito de admiración.
-¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? -preguntó Cyril.
-Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad -dijo el soltero despreocupadamente-. De todos modos, aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por todas partes.
-¿De qué color eran?
-Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos.
El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su imaginación una idea completa de los tesoros del parque; después prosiguió:
-Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa por lo que, naturalmente, se sintió tonta al ver que no había flores para coger.
-¿Por qué no había flores?
-Porque los cerdos se las habían comido todas -contestó el soltero rápidamente-. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía tener cerdos y flores, así que decidió tener cerdos y no tener flores.
Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; mucha gente habría decidido lo contrario.
-En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles con hermosos loros que decían cosas inteligentes sin previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melodías populares del día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y pensó: «Si no fuera tan extraordinariamente buena no me habrían permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que hay en él para ver», y sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban a recordar lo buenísima que era realmente. Justo en aquel momento, iba merodeando por allí un enorme lobo para ver si podía atrapar algún cerdito gordo para su cena.
-¿De qué color era? -preguntaron los niños, con un inmediato aumento de interés.
-Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos ojos de un gris pálido que brillaban con inexplicable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio al lobo, vio que se dirigía hacia ella y empezó a desear que nunca le hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales de mirto y se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo se acercó olfateando entre las ramas, su negra lengua le colgaba de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de rabia. Berta estaba terriblemente asustada y pensó: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena ahora estaría segura en la ciudad». Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que el lobo no pudo olfatear dónde estaba escondida Berta, y los arbustos eran tan espesos que podría haber estado buscándola entre ellos durante mucho rato, sin verla, así que pensó que era mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla de obediencia chocaba contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo acababa de irse cuando oyó el sonido que producían las medallas y se detuvo para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto que estaba cerca de él. Se lanzó dentro de él, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres medallas de la bondad.
-¿Mató a alguno de los cerditos?
-No, todos escaparon.
-La historia empezó mal -dijo la más pequeña de las niñas-, pero ha tenido un final bonito.
-Es la historia más bonita que he escuchado nunca -dijo la mayor de las niñas, muy decidida.
-Es la única historia bonita que he oído nunca -dijo Cyril.
La tía expresó su desacuerdo.
-¡Una historia de lo menos apropiada para explicar a niños pequeños! Ha socavado el efecto de años de cuidadosa enseñanza.
-De todos modos -dijo el soltero, cogiendo sus pertenencias y dispuesto a abandonar el tren-, los he mantenido tranquilos durante diez minutos, mucho más de lo que usted pudo.
«¡Infeliz! -se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Templecombe-. ¡Durante los próximos seis meses esos niños la asaltarán en público pidiéndole una historia impropia!»
FIN
“The Storyteller”, 1914
El tatuaje
-La
jerga artística de esa mujer me cansa -dijo Clovis a su amigo
periodista-. Le gusta tanto decir que ciertos cuadros “crecen sobre
nosotros”, como si fueran una especie de hongos.
-Eso
me recuerda -dijo el periodista- la historia de Henri Deplis. ¿Te la
conté alguna vez?
Clovis
negó con la cabeza.
-Henri
Deplis era por nacimiento un nativo del Gran Ducado de Luxemburgo.
Por una reflexión más madura, se convirtió en un viajante de
comercio. Sus actividades frecuentemente lo llevaban más allá de
los límites del Gran Ducado, y paraba en una pequeña ciudad del
norte de Italia cuando le llegaron noticias de que había recibido un
legado de una parienta distante que había fallecido.
“No
era un gran legado, aun desde el modesto punto de vista de Henri
Deplis, pero lo impulsó hacia algunas extravagancias aparentemente
inofensivas. En particular lo condujo a patrocinar el arte local en
tanto representado por las agujas de tatuaje del Signor Andreas
Pincini. El Signor Pincini era, tal vez, el más brillante maestro de
tatuaje que Italia había conocido jamás, pero estaba decididamente
empobrecido, y por la suma de seiscientos francos emprendió
alegremente la tarea de cubrir la espalda de su cliente, desde la
clavícula hasta la cintura, con una brillante representación de la
Caída de Ícaro. El diseño, cuando fue finalmente desarrollado, le
produjo una ligera desilusión a Monsieur Deplis, que había
imaginado que Ícaro era una fortaleza tomada por Wallenstein en la
Guerra de los Treinta Años, pero quedó más que satisfecho con el
trabajo ejecutado, que fue aclamado por todos los que tuvieron el
privilegio de verlo, como la obra maestra de Pincini.
“Fue
su más grande esfuerzo, y el último. Sin siquiera esperar que le
pagaran, el ilustre artesano dejó este mundo y fue enterrado en una
ornamentada tumba, cuyos querubines alados habrían proporcionado
poco campo de aplicación para el ejercicio de su arte favorito.
Quedaba, sin embargo, la viuda de Pincini, a quien se le debían los
seiscientos francos. Y acto seguido surgió la gran crisis en la vida
de Henri Deplis, viajante de comercio. El legado, bajo el peso de
numerosos pequeños reclamos, había menguado hasta una proporción
insignificante, y cuando una apremiante factura de vinos y diversas
otras cuentas corrientes habían sido pagadas, quedaba poco más de
cuatrocientos treinta francos para ofrecerle a la viuda. La dama
estaba justamente indignada; no tanto, como explicó volublemente,
debido a la sugerencia de suprimir ciento setenta francos, sino
también por el intento de disminuir el valor de la reconocida obra
maestra de su difunto esposo. En una semana, Deplis se vio obligado a
reducir su oferta a cuatrocientos cinco francos, lo que atizó la
indignación de la viuda, que se transformó en furia. Canceló la
venta de la obra de arte, y algunos días después Deplis se enteró
consternado de que la había donado a la municipalidad de Bérgamo,
que la había aceptado con agradecimiento. Dejó la vecindad lo más
discretamente posible, y se sintió genuinamente aliviado cuando sus
negocios lo condujeron a Roma, donde esperaba que su identidad y la
del famoso cuadro pudieran perderse de vista.
“Pero
cargaba en su espalda el peso del genio del difunto. Al aparecer un
día en el humeante corredor de un baño de vapor, fue enseguida
obligado a ponerse sus ropas por el propietario, que era un italiano
del norte, que rehusó enfáticamente permitir que la celebrada Caída
de Ícaro fuera exhibida en público sin el permiso de la
municipalidad de Bérgamo. El interés público y la vigilancia
oficial aumentaron cuando la cuestión fue más ampliamente conocida,
y Deplis no pudo tomar un simple baño en el mar o en un río en las
tardes más tórridas, a menos que se cubriera hasta la clavícula
con un amplio traje de baño. Más adelante, las autoridades de
Bérgamo concibieron la idea de que el agua salada podía ser
perjudicial para la obra de arte y se obtuvo un perpetuo interdicto
que impedía al atormentado viajante comercial bañarse en el mar en
ninguna circunstancia. Se sintió fervientemente agradecido cuando la
firma que lo empleaba lo destinó a una nueva rama de actividades en
la vecindad de Bordeaux. Su agradecimiento, sin embargo, cesó
abruptamente en la frontera franco-italiana. Un imponente despliegue
de fuerzas oficiales impidió su partida, y se le recordó
severamente que una estricta ley prohibía la exportación de obras
de arte italianas.
“Una
reunión diplomática entre los gobiernos italiano y luxemburgués
siguió a continuación, y en un momento la situación europea se
ensombreció con la posibilidad de problemas. Pero el gobierno
italiano se mantuvo firme; declinó ocuparse en absoluto de las
peripecias o aun de la existencia de Henri Deplis, viajante de
comercio, pero permaneció inconmovible en su decisión de que la
Caída de Ícaro (obra del difunto Pincini, Andreas), actualmente
propiedad de la municipalidad de Bérgamo, no debía abandonar el
país.
“La
excitación decayó con el tiempo, pero el desgraciado Deplis, que
estaba constitucionalmente en condiciones de retirarse, se encontró
unos meses más tarde otra vez en el centro mismo de una furiosa
controversia. Cierto experto en arte de nacionalidad alemana, que
había obtenido de la municipalidad de Bérgamo el permiso para
inspeccionar la famosa obra maestra, declaró que era un Pincini
falso, probablemente la obra de un discípulo que había empleado en
los años de su decadencia. La declaración de Deplis sobre el asunto
carecía obviamente de valor, puesto que había estado bajo la
influencia de los habituales narcóticos durante el largo proceso de
punzar el diseño. El editor de una revista italiana de arte refutó
las opiniones del experto alemán y se propuso demostrar que su vida
privada no se adecuaba a ningún criterio moderno de decencia. La
totalidad de Italia y Alemania se trenzaron en la disputa, hubo
escenas borrascosas en el Parlamento español, y la Universidad de
Copenhague otorgó una medalla de oro al experto alemán (enviando
después una comisión para examinar sus pruebas in situ),
mientras que dos escolares polacos en París se suicidaron para
mostrar lo que ellos pensaban del asunto.
“Entretanto,
al desagraciado portador humano no le iba mejor que antes, y no es
sorprendente que cayera en las filas de los anarquistas italianos.
Cuatro veces por lo menos fue escoltado hasta la frontera como un
peligroso e indeseable extranjero, pero era siempre traído de vuelta
como La caída de Ícaro (atribuido a Pincini, Andreas, principios
del siglo XX). Y luego, un día, en un congreso anarquista de Génova,
un compañero trabajador, en el calor del debate, derramó una
ampolla de líquido corrosivo en su espalda. La camisa roja que usaba
mitigó los efectos, pero el Ícaro quedó arruinado al punto de ser
irreconocible. Su atacante fue severamente reconvenido por atacar a
un camarada anarquista y fue condenado a siete años de prisión por
destruir un tesoro de arte nacional. Tan pronto como pudo abandonar
el hospital, Henri Deplis fue obligado a cruzar la frontera como un
extranjero indeseable.
“En
las calles más tranquilas de París, especialmente en la vecindad
del Ministerio de Bellas Artes, se puede encontrar a veces un hombre
deprimido y ansioso, a quien si se le pregunta la hora, responderá
con un acento ligeramente luxemburgués. Abriga la ilusión de que es
uno de los brazos perdidos de la Venus de Milo, y espera persuadir al
gobierno francés para que lo compre. Sobre toda otra cuestión creo
que está tolerablemente cuerdo.”
FIN
Esmé
-Todas
las historias de caza son iguales -dijo Clovis-, igual que todas las
de carreras de caballos y todas las de…
-La
mía no se parece para nada a ninguna que hayas escuchado -dijo la
baronesa-. Sucedió hace bastante tiempo, cuando yo tenía unos
veintitrés años. En ese entonces no vivía separada de mi esposo:
ninguno de los dos podía darse el lujo de pasarle una pensión al
otro. Digan lo que digan los refranes, la pobreza mantiene unidos más
hogares de los que desbarata. Lo que sí hacíamos era salir de caza
con jaurías distintas. Pero nada de esto tiene que ver con mi
historia.
-Todavía
no llegamos al encuentro antes de la partida. Supongo que hubo uno
-dijo Clovis.
-Claro
que sí -dijo la baronesa-. Estaban todos los de siempre,
especialmente Constance Broddle. Constance era una de esas
muchachotas rubicundas que cuadran tan bonito con los paisajes
otoñales y los adornos navideños de la iglesia.
“-Tengo
el presentimiento de que algo terrible va a pasar -me dijo-. ¿Estoy
pálida?
“Lo
estaba, casi tanto como una remolacha que acaba de recibir malas
noticias.
“-Te
ves mejor que de costumbre -le dije-; pero en el caso tuyo eso es tan
fácil…
“Antes
de que captara el correcto sentido de este comentario ya habíamos
ido al grano. Los perros acababan de levantar una zorra que andaba
agazapada en unos matorrales.”
-Ya
lo sabía -dijo Clovis-. En todas las historias de cacería de zorras
siempre hay una zorra y unos matorrales.
-Constance
y yo íbamos bien montadas -prosiguió con calma la baronesa-, así
que no nos costó nada arrancar adelante, aunque la carrera era
bastante dura. Sin embargo, en el último trecho tal vez seguimos una
línea demasiado independiente, porque se nos perdió la pista de los
perros y acabamos vagando a paso de tortuga por ahí, lejos de todas
partes. La cosa era bastante exasperante y el genio se me iba
agriando poco a poco, cuando, después de dar por fin con un amable
seto que nos dejó pasar, nos alegramos de ver unos perros que
corrían ladrando por la hondonada que había justo abajo.
“-¡Allá
van! -gritó Constance; y enseguida agregó, boquiabierta-: ¡En
nombre de Dios! ¿A qué le están ladrando?
“No
era una zorra cualquiera, de eso no había duda. Tenía el doble o
más de altura, una cabeza chata y fea y un cuello enormemente
grueso.
“-¡Es
una hiena! -exclamé yo-; seguro se escapó del parque del señor
Pabham.”
-En
ese instante la bestia acorralada se volvió para enfrentarse con sus
perseguidores; y los perros, que no pasaban de una docena, la
rodearon en semicírculo y pusieron cara de estúpidos. Era evidente
que se habían separado del resto para seguir aquel rastro anómalo,
y no estaban muy seguros de cómo tratar la presa ahora que la tenían
asediada.
“La
hiena saludó nuestra llegada con claras efusiones de alivio y
amistad. A lo mejor estaba acostumbrada a una bondad pareja por parte
de los hombres, mientras que su primera experiencia con una jauría
le había dejado un mal sabor. Los perros parecieron turbarse más
que nunca cuando la presa hizo alarde de su instantánea amistad con
nosotras, y aprovecharon el débil toque de un cuerno en la distancia
a manera de excusa bienvenida para partir con discreción. Constance,
la hiena y yo quedamos solas a la luz del crepúsculo.
“-¿Ahora
qué vamos a hacer? -preguntó Constance.
“-¡Qué
preguntona eres! -dije.
“-Bueno,
no podemos quedarnos toda la noche aquí con una hiena -replicó.
“-Ignoro
qué entiendes tú por comodidad -le dije-, pero a mí no se me
ocurriría pasar aquí toda la noche, así no hubiera hiena. El mío
puede ser un hogar desdichado, pero al menos tiene instalación de
agua fría y caliente, servicio doméstico y otras conveniencias que
aquí no vamos a encontrar. Mejor vamos hasta esos árboles que hay a
la derecha; me figuro que el camino de Crowley queda ahí detrás.”
-Trotamos
despacio por una trocha en la que había vestigios de huellas de
carreta, con la bestia pisándonos dichosa los talones.
“-¿Qué
diantres vamos a hacer con la hiena? -fue la pregunta inevitable.
“-¿Qué
se hace por lo general con una hiena? -pregunté yo, irritada.
“-Jamás
tuve nada que ver con una hiena -dijo Constance.
“-Bueno,
pues yo tampoco. Si tan siquiera supiéramos su sexo, podríamos
bautizarla. Tal vez podamos llamarla Esmé. Es un nombre que sirve en
ambos casos.
“La
luz todavía alcanzaba para distinguir los objetos al borde del
camino, y el desánimo se nos curó de golpe cuando nos topamos con
un gitanito andrajoso que recogía moras de un zarzal. La repentina
aparición de un par de amazonas y una hiena lo hizo salir gritando.
De todos modos no habría sido mucha la información geográfica que
hubiéramos podido entresacar de aquella fuente; pero existía la
posibilidad de encontrar más adelante un campamento de gitanos.
Seguimos cabalgando esperanzadas pero sin novedad durante más o
menos otra milla.
“-Me
pregunto qué hacía el niño allí -dijo Constance al rato.
“-Estaba
recogiendo moras. Nada más patente.
“-No
me gustó la forma en que gritó -prosiguió Constance-. Es como si
el gemido me siguiera sonando en los oídos.
“No
reprendí a Constance por esas mórbidas fantasías. A decir verdad,
la misma sensación de ser perseguida por un gemido pertinaz y
molesto había venido royéndome los nervios, ya de por sí
crispados. Por el mero placer de la compañía llamé a Esmé, que se
había rezagado un poco. Con dos o tres saltos elásticos nos
alcanzó, y luego echó a correr y nos dejó atrás.
“El
acompañamiento de gemidos quedó explicado. El gitanito estaba
firme, y me figuro que dolorosamente, apresado en sus fauces.
“-¡Por
la Divina Providencia! -chilló Constance-. ¿Ahora qué vamos a
hacer? ¿Qué vamos a hacer?”
-Tengo
la absoluta certeza de que en el juicio final Constance va a hacer
más preguntas que los propios serafines examinadores.
“Por
mi parte, hice todo lo que se me vino a la cabeza en aquel momento.
Bramé, increpé y supliqué en inglés, en francés y en el idioma
de los guardabosques; di fustazos ridículos e inútiles al aire; le
arrojé a la bestia mi fiambrera. No sé, de veras, qué más pude
haber hecho. Y aun así seguimos avanzando a paso lerdo, a medida que
se iba poniendo más oscuro, con la tosca y siniestra figura abriendo
marcha y la lúgubre cantinela zumbando en los oídos. De pronto Esmé
saltó a un lado y se perdió entre unos arbustos tupidos, fuera de
nuestro alcance. El lamento se convirtió en un alarido que se cortó
en seco. Acostumbro pasar rápidamente por esta parte de la historia,
porque en realidad es bien horrible. Cuando la bestia se nos unió de
nuevo, tras una ausencia de pocos minutos, la rodeaba un aura de
paciente comprensión, como si supiera que había hecho algo que
nosotras censurábamos pero que a ella se le hacía perfectamente
disculpable.
“-¿Cómo
puedes dejar que esa bestia voraz trote a tu lado? -preguntó
Constance, que más que nunca parecía una remolacha albina.
“-En
primer lugar, no puedo impedirlo -dije-; y en segundo lugar, por
muchas cosas que pueda ser, dudo que ahora mismo sea voraz.
“Constance
se estremeció. Y soltó otra de sus preguntas:
“-¿Crees
que la pobre criatura sufrió mucho?
“-Todos
los indicios apuntan a ese lado -dije-. Por otra parte, claro, a lo
mejor lloraba por puro berrinche. Los niños son así algunas veces.
“La
oscuridad era casi total cuando dimos de pronto con la carretera. En
ese mismo instante el destello de unas luces y el ruido de un motor
nos pasaron rozando a una distancia de veras inquietante. Un segundo
después fueron seguidos por un golpe seco y un aullido agudo y
destemplado. El automóvil se detuvo, y cuando llegué al lugar del
accidente encontré a un joven que se inclinaba sobre un oscuro bulto
inerte tirado al borde de la carretera.
“-¡Usted
mató a mi Esmé! -exclamé amargamente.
“-Lo
siento muchísimo -dijo el joven-. Soy criador de perros, así que sé
lo que estará sintiendo. Haré lo que pueda por reparar el daño.
“-Entiérrelo
ahora mismo, por favor -le dije-. Creo que eso es lo menos que le
puedo pedir.
“-Trae
la pala, William -le ordenó al conductor.
-Evidentemente,
las inhumaciones apresuradas a la vera del camino eran contingencias
previstas.
“Tomó
bastante tiempo cavar una fosa de suficiente hondura.
“-¡Caramba,
qué soberbio ejemplar! -exclamó el automovilista mientras hacían
rodar el cadáver en la zanja-. Me temo que haya sido un animal muy
valioso.
-Ganó
el segundo premio en la categoría de cachorros el año pasado en
Birmingham -respondí yo sin vacilar.
“Constance
soltó un sonoro resoplido.
“-No
llores, querida -le dije con la voz quebrada-. Todo acabó en un
santiamén; no puede haber sufrido mucho.
“-Mire
-dijo el muchacho, desesperado-: sencillamente tiene que permitirme
hacer algo a modo de compensación.”
-Me
rehusé con suavidad; pero, como insistiera, le di mi dirección.
“Por
supuesto, guardamos silencio respecto a los primeros episodios de
aquella tarde. El señor Pabham nunca dio aviso de la pérdida de su
hiena: un año o dos atrás, cuando un animal estrictamente frugívoro
se extravió de su parque, se vio en la obligación de pagar
indemnizaciones en once casos de ataques a ovejas y prácticamente
tuvo que surtir de nuevo todos los gallineros de la vecindad, de modo
que una hiena fugitiva le habría significado un desembolso del
tamaño de un subsidio gubernamental. Los gitanos se mostraron
igualmente recatados acerca de la desaparición de su vástago; no me
figuro que en los grandes campamentos lleven la cuenta exacta de
cuántos niños tienen.”
La
baronesa hizo una pausa para reflexionar, y luego continuó:
-Con
todo, la aventura tuvo un corolario. Recibí por correo un lindo
brochecito de diamantes con el nombre de Esmé engastado en un ramito
de romero. A propósito, perdí de paso la amistad de Constance
Broddle. Es que cuando vendí el broche me negué, con justa razón,
a compartir con ella la ganancia. Le señalé que la parte del asunto
relacionada con Esmé era de mi propia invención, y la de la hiena
era cosa del señor Pabham, si de veras se trataba de una hiena, de
lo cual, claro, no tengo prueba alguna.
FIN
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